Desde muy antiguo existe en la narrativa una tendencia a la inmovilidad lírica. Las obras que pertenecen a esta corriente se caracterizan por contener una mínima anécdota que tiende a no prosperar. Una vez alcanzado el clímax parecen detenerse en el sentimiento de los protagonistas y la peripecia pasa a segundo término, queda como un fondo de amenaza, porque, tarde o temprano, algo tiene que pasar para que la obra prospere. Si no, empalagan. Dicho en términos geométricos, la línea vertical de la sincronía tiende al grado máximo y la horizontal de la diacronía a la parálisis. Hace muchos años me interesé por una obra maestra medieval de este tipo, La Chastelaine de Vergy, del S. XIII. Cuando fui a ver Los puentes de Madison County me acordé de la Castellana. Una obra que se ensimisma en el amor de los protagonistas, que lo presenta casi como algo sagrado, una especie de recuperación de la unidad primaria, la superación de la dualidad. Pero, destinada al fracaso, en cuanto entra en juego el eje diacrónico, que actúa como una especie de memento morti, como esas calaveras de los bodegones barrocos, et in arcadia ego.
En la película de Eastwood no vemos casi nada de lo que pasa, nos lo cuentan, en buena parte, los hijos de la protagonista a través de su diario. Lo que vemos es, en buena parte, la ilustración lírica, la plasmación en imagen del sentimiento en acción, contemplamos cómo se quieren, un ejemplo de amor casi cortés, a una pareja que baila una danza sagrada.
¡Por dios! ¡Qué baile! ¡Qué abrazos!
ResponderEliminarHe de confesar que la primera vez que vi esta película me pareció un tanto empalagosa. Quizás no me pilló en el momento adecuado, en el día adecuado. En cambio, cuando la vi, años después, por segunda vez, me emocionó mucho más. A veces ocurre eso. La teoría de las segundas oportunidades...