Smith, Patti, Éramos unos niños, Debolsillo, 2012, Trad. Rosa Pérez
Leo Éramos unos niños (Just kids), las memorias de Patti Smith dedicadas, sobre todo, a los años 60- 70, a su relación con R. Mapplethorpe, y ando perdido entre tres visiones. Por un lado, el interés anecdótico por la movida del Nueva York Warholiano, por la tribu variopintamente creativa del Chelsea Hotel, por las anécdotas roqueras en las que se ven envueltos J. Hendrix, Janis Joplin o Dylan, por la mezcla de bohemia y actividad política que caracterizó el momento -con más de lo primero que de lo segundo, en este caso.
Por otro lado, me molesta cierta visión papanatas, de iluminada que filtra sus creencias religiosas para proyectarlas en el arte, entendido como un destino superior reservado a los elegidos, los creadores magos, como Mapplethorpe, y a sus acólitos de rango inferior, como ella misma. El contacto con el arte mitificado, quizá el elemento contemporáneo que faltaba para redondear el panem et circenses, resarce de la miserable existencia provinciana (“Por Rimbaud escribí y soñé. Se convirtió en mi arcángel y me salvó del horror de la tediosa vida obrera. Sus manos habían cincelado un manual del paraíso y yo las asía con fuerza”, p. 33-34). Por suerte, la comunión es vista en algún instante con cierta ironía desmistificadora. Refiriéndose a la almohada de R. Mapplethorpe, enfermo en ese momento:
Su almohada estaba plagada de piojos que se mezclaban con sus enredados rizos oscuros. Yo había visto muchos piojos en París y pude al menos relacionarlos con el mundo de Rimbaud. Aquella almohada, manchada y llena de bultos, era más lamentable todavía (p. 98).
Por último, la parte dedicada a las peripecia roquera de la autora resulta menos interesante para los no especialistas en la materia. Antes del reencuentro final con el fotógrafo de su vida, se suceden conciertos, formaciones de bandas, embarazos, un periodo de su vida alejada del ambiente neoyorquino, que precede al final. Mapplethorpe en su lecho de muerte, a los 43 años, “alzó la vista y dijo: “Patti, ¿nos la ha jugado el arte?”. Aparté la mirada sin querer pensar en ello. “No lo sé, Robert. No lo sé”. (p. 291).
Seguramente, resulta excesivo hablar, como hace D. Manrique en su reseña, de 300 páginas de sahumerio, pero es verdad que el incienso que rodea al Mapplerthorpe artista es excesivo. El humor, la modesta ironía, a la que por lo demás ella alude como un elemento presente en su relación personal con el fotógrafo, brilla por su ausencia. Además, el tratamiento de si misma es más bien indoloro, aunque no insípido, la verdad sea dicha.
He aquí un fragmento de la obra y una fotos que ilustran el texto:
Pensaba en algo que había aprendido leyendo Crazy Horse, The Strange Man of the Ogladas, de Mari Sandoz. Caballo Loco cree que vencerá en la batalla, pero que, si se detiene a recoger el botín, será derrotado. Tatúa rayos en las orejas de sus caballos para que se lo recuerden. Intentaba aplicar su lección a mi vida y procuraba quedarme con un botín que no me había ganado.
Decidí que quería hacerme un tatuaje similar. Estaba sentada en el vestíbulo dibujando versiones de rayos en mi cuaderno cuando entró una mujer singular. Tenía una alborotada melena pelirroja, un zorro vivo en el hombro y la cara llena de delicados tatuajes. Advertí que, si le borraban los tatuajes, dejarían al descubierto en rostro de Vali, la chica de la tapa de Amor en la orilla izquierda. Su fotografía había hallado un lugar en mi pared hacía ya mucho.
Sin más preámbulos, le pregunté si me tatuaría la rodilla. ella me miró y asintió con la cabeza, sin decir nada. En los días siguientes, acordamos que me haría el tatuaje en la habitación de Sandy Daley y que Sandy lo filmaría, al igual que había hecho con Robert cuando él se perforó el pezón, como si ahora me tacara a mí iniciarme.
Yo quería ir sola, pero Sam quería estar presente. La técnica de Vali era primitiva: una aguja de coser muy grande que ella iba chupando, una vela y un tintero de tinta añil. Había decidido ser estoica y no abrí la boca mientras ella me tatuaba el rayo en la rodilla” (p. 199). Trad. Rosa Pérez.
Fuente de las fotos: 1, 2. Enlace a The Robert Mapplethorpe Foundation
La versión original del fragmento:
I thought of something I had learnt from earring Crazy Horse: The Strange Man of the Oglalas by Mari Sandoz. Crazy Horse believes that he will be victorious in battle, but if he stops to take spoils from the battle field, he will be defeated… I tried to apply this lesson to the things at hand, careful not to take spoils that were not rightfully mine.
I decided I wanted a similar tattoo. I was sitting in the lobby drawing versions of lightning bolts in my notebook when a singular woman entered. She had wild red hair, a live fox on her shoulder, and her face was covered with delicate tattoos. I realized that if one erased the tattoos, they would reveal the face of Vali, the girl on the cover of Love on the Left Bank. Her picture had long ago found a place on my wall.
I asked her outright if she would tattoo my knee. She stared at me and nodded in assent, not saying anything. In the next few days we arranged that she would tattoo my knee in Sandy Daley’s room, and that Sandy would film it, just as she had filmed Robert getting his nipple pierced, as if it were my turn to be initiated.
I wanted to go alone, but Sam wanted to be there. Vali’s technique was primitive, a large sewing needle which she sucked in her mouth, a candle, and a well of indigo ink. I had resolved to be stoic, and sat quietly as she stabbed the lightning bolt into my knee.“ (p. 183)