jueves, 1 de junio de 2017

adiós





La última exposición del Rincón del gato está dedicada a la Casa de Dios (Épila), toda ella obra de Basanta. El texto de presentación y de despedida es de Ricardo Duerto:


Que llueva el frío placer en su memoria,
mientras sus ojos se llenan
de todos los torpes besos de ciego,
de todos los ruidos de aquellos cristales
que entre los dos reventasteis
para formar en secreto vuestro tesoro.

 (Collar abandonado, El Drogas)



Un español tiene que intervenir porque le ha tocado un paisaje que no es paisaje, sino un problema a resolver. Una especie de enigma esotérico que esconde en el polvo la respuesta a lo que se ha sido  y se es.

(La España vacía. Viaje por un país que nunca fue. Sergio del Molino)





Libres os quiero
Épila se asienta en una extensa planicie cuyo valor geoestratégico en el nordeste peninsular no ha pasado desapercibido para un reciente grupo empresarial catalán. Lo que es el pueblo encarama sus casas en torno a Santa María la Mayor, una robusta iglesia parroquial desde la que se otea un fragmento de España vacía. A las afueras, entre campos de cereal, se erige el castillo o fortín que Julio Basanta, artífice y propietario, proclama, en los azulejos de la entrada, como La Casa de Dios. Cerca de una azucarera abandonada hace décadas y al otro lado de unas vías de tren por las que muy pocas veces los trenes se detienen. Por no decir casi nunca.


Nada en los alrededores evoca un lugar ni bucólico ni idílico. No hay rastro de bosques frondosos en los que inspirarse, y la recóndita cala de Portlligat queda a siete horas de coche. Nada en la Wikipedia -esa enciclopedia de andar por casa- menciona la Casa. Ni al autor. Tierra vacía. Ni en el apartado de patrimonio artístico ni en el del paisajístico. Ni tan siquiera en la sección de Curiosidades, en donde se destaca que la de Épila es la única localidad que posee un paso para la muerte en donde unos alabarderos escoltan al ángel encargado de cerrar el ataúd, lo que convierte a su Semana Santa en “visita obligada”.


Llegamos un día de finales de marzo, a la caída de la tarde. Julio Basanta podaba ramas al otro lado del murete. Creo que era una higuera. Recibió al cuarteto de curiosos como materia impertinente, pero se fue soltando. Habló de su oficio de albañil en su más de media vida en el barrio de Las Fuentes de Zaragoza, de su obligado retiro durante la crisis económica y de la visita de Crónicas marcianas, aquel programa que hizo arte con la llamada telebasura. Todo ello acompañado a contraluz de la figura de su santa, con la que ha formado en secreto su divino tesoro y cuyo nombre es, en sí mismo, una revelación: Luz Divina Díez.



Tras recibir los primeros disparos, Julio Basanta se retira a sus aposentos y vuelve raudo para mirar a cámara con un crucifijo plateado colgado al cuello y darnos a leer una carta personal del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de San José (California) que guarda en un tomo de tapa dura editado hace cuatro años: Singular spaces, en donde la Casa de Basanta ocupa varias páginas en ese recorrido que la estudiosa Jo Farb Hernández dedica a los entornos artísticos españoles que van de lo excéntrico a lo extraordinario. De lo marginal a lo extravagante, como sugiere el título publicado por Siruela hace diez años: Escultecturas margivagantes. La arquitectura fantástica en España, en el que junto a la fortaleza de Julio atracan barcos de secano, casas de conchas, catedrales de botes de colacao o cabañas colgadas en los árboles.


Al primer impacto que el desconcertante escenario provoca cuando te acercas, se suceden reacciones que he visto oscilar desde el desatado fervor hasta el declarado espanto, pasando por la simple falta de aprecio. Educados como estamos para la excelencia y el virtuosismo, resulta fácil activar los prejuicios. Que si el canon, que si la proporción, que si la perspectiva áurea... Yo agradezco la falta de artisteo -ese antiguo postureo- y no hay nada en este artista que me resulte impostado, como no sea ese gesto mecánico en el que alza las manos por encima de su cabeza, con las yemas de los dedos hacia el suelo, cuando se sabe retratado. Julio Basanta no es un teórico gurú, y ejerce en esa zona estrecha en la que hay gente que vive ajena a las etiquetas, porque sencillamente las ignora, sobrevolando la vergüenza del outsider o el orgullo del friki.  


Y sí, los hay que pronto catalogan semejante rareza en el apartado de Arte Bruto (Art Brut), que el francés Jean Dubuffet destinó para esas expresiones matéricas, espontáneas, lejos de la sofisticación, que entroncaban con el primitivismo. No era arte naïf. No era arte refinado. Era arte libre de ataduras convencionales, libre del peso de la tradición artística. Necesaria liberación para artistas sobre los que no se había posado la mirada. Como los niños, los presos, los marginados sociales, los enfermos mentales y todo aquel que a día de hoy se quiera sumar.


Como los hay también que se aproximan al cuadro escamoteando la palabra arte, como si designara una selecta denominación de origen. Los mismos que sacralizan el bolero de Ravel en detrimento de los tambores de Mayumana, los que disputan el término de literatura erótica a un buen relato pornográfico o los que escatiman el arte de una tela pintada a mano en Senegal, relegándola a artesanía. Quiero creer que el trasero quijotesco de Maritornes puede estar a la altura del de Jennifer López. Podré o no darle al like, pero no, no estoy en ese grupo diseñador de dicotomías. En la preparación de este texto me ha sorprendido toparme con la pregunta de si lo de este señor es arte o es locura, como si de términos excluyentes se tratara. Aún estoy en fase de recuperación.


Dando un último rodeo al santuario, veremos yuxtapuestos a Judas y a Pilatos, las barbas de Moisés y la caída de San Pedro, los verdugos de Roma y los de Juana de Arco, la cabeza de Bautista y una extensa colección de malditos bastardos. Entreverados, varias especies de reptiles y demonios de ojos rojos, igualmente petrificados. Crucifijos, cenotafios y banderas flanqueando la entrada o recortados en el azul celeste. En el más reciente rincón, forma un ejército de soldados con cruces gamadas y una lata de gasolina. Si se detiene la mirada, se encuentran tapas de cacerola, caballitos de plástico, telas estampadas, relojes que marcan correctamente la hora dos veces al día, penes de hormigón y pistolas de juguete. Al fondo, la chimenea en desuso de la vieja fábrica.


Un mes más tarde de aquella nuestra visita, la página de Google alcanzó récord histórico de búsquedas para “tercera guerra mundial”. Y visualicé de nuevo, congregada en las puertas de su castillico, esa amplia caterva de brutales verdugos, protagonistas del más antiguo al más nuevo y sanguinario de los testamentos. Esos que todavía inspiran la Historia de esa o de aquella parte del mundo. Los de esta España cainita, abrupta y árida, capaz de lavarse las manos y de mirar hacia otro lado mientras las seca al sol con parsimonia. Esas manos que, en 1977 y 2002 dispararon, respectivamente, tres balazos intencionados y uno “fortuito”, matando a Vicente y a Moisés, el hermano y el único hijo varón del creador de La Casa de Dios.


Lo que sus obras tengan de dolor en el costado o de cruzada terapéutica, de exvotos impíos o de salvajes exorcismos, de exaltación redentora o de grito visceral quizás ni el propio artista lo sepa. Aun en el caso de que nada tuviera sentido o de que todo fuera un redundante sinsentido, otra causa sobreseída más, el arte no sería muy distinto que la expresión balbuceante de esa vida equiparable a a tale told by an idiot, full of sound and fury.


Conducidos a este juicio final, bajo la vacilante luz crepuscular, esta exposición, la primera que alguien dedica en el mundo a la obra de Julio Basanta, es la última de un ciclo que Javier Brox abrió en octubre de 2009. Con ella concluye una etapa de casi 50 exposiciones de amplísimo espectro, cuyas reseñas han acompañado a magníficas recomendaciones culturales en el blog de Actividades extraescolares de esta Escuela de Idiomas, OficiaI para más señas. A lo largo de las 1.848 entradas visitadas más de 300.000 veces, hay espacio para evocaciones y reflexiones, viajes por el mundo y paseos con el perro junto al Ebro, en un itinerario que trenza lo nuclear con lo periférico, la impureza más clásica y la más bizarra pureza. Un recorrido único que lo mismo ha dejado testimonio del antiguo picaporte de una puerta que de la lápida de un cementerio. En el aldabonazo de Presentación del Departamento, el jefe Brox declara que hablar otro idioma es “desdoblarse, ensanchar miras, estar dispuesto a cambiar la manera de ver las cosas…”. D.E.P. Nadie dijo que fuera fácil.
A fecha de hoy, 31 de mayo, la ultimísima entrada del blog data de hace dos semanas y lleva por título “Entrada libérrima”. Volviendo la vista a los inicios, la cita de T. S. Eliot que inspiró el nombre del blog (holdontightmarie) era una invitación a agarrarse fuerte y lanzarse cuesta abajo por encima del erial de nieve. Que sepamos, Eliot no pisó la comarca de Valdejalón ni visitó La Casa de Dios, pero la estrofa de referencia podría servir de irónico presagio de esta muestra. Pertenece a The burial of the dead (El entierro de los muertos), la primera parte del poema The waste land, algo así como Tierra baldía.


In the mountains there you feel free (Uno se siente libre, allí en las montañas), dice uno de esos versos. Y así, hemos visto cómo todo esto fluía, como arroyo que brinca, en libérrimo trineo sobre la alegre pendiente. La sensación de ahora es agridulce. Quiero creer que el espíritu de García Calvo impregnaba las propuestas de su discípulo Brox Rodríguez, en su empeño por compartir curiosidades y asombros, propios y colectivos. I want to believe, pero entre los archivos por desclasificar, las cartelas de las galerías de arte y los modernos proyectos educativos de centro, qué jodido lo ponen. Así que libraros quiero, que libres os quiero.



















RDR


Alguna de las fotos expuestas, la mayoría de Ricardo Duerto, unas pocas de Andrés Guerro y alguna de Concha Salilla: