Tiene la cadera rota, impactada, para ser más precisos. Las dos partes del fémur no se han separado ni astillado. Por eso, además de porque tiene ya noventa años, una ligera insuficiencia cardiaca y toma unas diez pastillas diarias, se ha optado por una terapia conservadora. No se la ha operado como se hace con las personas más jóvenes o con otro tipo de roturas. Al cabo de treinta días los dos trozos del hueso deberían haberse soldado.
Está sentada en un sillón –de la cama al sillón, recomendaba el informe médico. Junta a ella, su hijo, médico, que ante el irrefrenable impulso de su madre para intentar encaminarse al baño cada vez que tiene ganas de orinar, ha optado por poner una cincha alrededor del sillón, a la altura de la cintura de su madre. Él no quiere ni siquiera que ella haga el ademán de levantarse. Apoyar el pie derecho es precisamente lo que no debe hacer. Quizá porque confía en la medida, en la correa que ha atado con una holgura suficiente como para que no se sienta demasiado incómoda, pero tampoco pueda escapar, se ha adormilado. Ha estado de guardia, pero quería pasar un rato con su madre antes de irse a dormir. Cuando se despierta se la encuentra arrodillada delante del sillón. Nadie ha visto cómo pasaba por debajo de la cincha, cómo tiraba dos cojines al suelo delante del sillón y cómo finalmente se dejaba caer de rodillas sobre ellos.