El paso de la máquina de escribir al ordenador me ha planteado no pocas pequeñas incertidumbres en mi trabajo. Una de ellas era si debía decir que los trabajos debían ser entregados “a ordenador”. Hasta hace relativamente poco tiempo, la expresión no ha dejado de resultarme extraña, como un invitado sorpresa que no acababa de encajar con los usos y costumbres de de mi casa. Cuando ya ningún estudiante escribía a máquina, yo seguía diciendo que los trabajos debían entregarse escritos “a máquina”. Es verdad que la expresión no parecía sorprender a nadie, pero ya se sabe que los estudiantes van a lo práctico y suelen perdonar los feos detalles de expresión carroza. Acabé aceptando decir “a ordenador”, aunque de algo me advierte el estómago cada vez que pronuncio la expresión.
Por otro lado, hoy en día, cuando el ordenador ya no necesita diferenciarse de la máquina de escribir -reservada a ámbitos muy reducidos- porque tiene una entidad propia indiscutible, no estaría mal que como en el caso de los timbres de los teléfonos móviles que imitan el ring-ring de los antiguos teléfonos fijos de las casas, el teclado del ordenador incorporara para satisfacción de los viejos nostálgicos y también de los que tienen nostalgia de lo que no han vivido, que incorporara, digo, el ruido de las teclas de las máquinas de escribir, un ruido mecánico inconfundible cuya potencia atravesaba los tabiques de las casas. Proust decía que una vez aprendida la cadencia de un escritor no le costaba hacer pastiches de él, porque era algo así como tatarear una melodía en la que el contenido no es lo esencial. Cada escritor tiene una música y una vez aprendida se le puede imitar, incluso con efectos cómicos si el contenido de la imitación choca con las ideas del escritor, aunque el texto suene a suyo.
Me imagino que cada uno de los escritores fotografiados en esta galería producía una cadencia distinta al teclear, más allá de que estuvieran describiendo, paisajes, cuerpos, narrando hechos o escribiendo diálogos. Behan parece aporear las teclas con rabia, Sagan coquetear con la escritura, A. Christie querer dejar para después el indicio clave, Cheever contento por un rato, Faulkner un mercenario redactando un informe, Hemingway lo de siempre, Highsmith dueña de su oficio, y Roth, encerrado en su cenobio, como si no hubiese matado nunca a una mosca
Fuente de las imágenes: Guardian
Bonjour Tristesse author Françoise Sagan in 1955. Photograph: Thomas D. McAvoy/Time & Life Pictures/Getty Image
Agatha Christie behind her desk with towers of her own books piled around her. Photograph: Popperfoto/Getty Images
John Cheever at his home in Ossining, New York in 1979.Photograph: Paul Hosefros/Getty Image
William Faulkner works on a screenplay on a balcony, Hollywood in the early 1940s.Photograph: Alfred Eriss/Time & Life Pictures/Getty Image
Ernest Hemingway is shown at his typewriter as he works on For Whom the Bell Tolls at Sun Valley lodge, Idaho, in 1939. Photograph: AP
Patricia Highsmith at home in the village of Moncourt, near Fontainebleau, in 1976.Photograph: Jacques Pavlovsky/Sygma/Corbis
Carson McCullers in 1961.Photograph: Time & Life Pictures
Poet, novelist, dramatist, ballad singer and house-painter Brendan Behan at work in the early 60s/ Photograph: Daniel Farson/Getty Images
Author Philip Roth sitting at typewriter seen through panes of window, at Yaddo artist's retreat. Photograph: Bob Peterson/Time Life Pictures/Getty Images