R. Estudié Lenguas Clásicas y de joven traduje mucho, por placer, tanto del griego como del latín. Quería aprender a escribir y se me antojaba un ejercicio perfecto. Luego no tenía tiempo suficiente y lo dejé. Dice que se nota esa formación en los libros y la creo gustosamente, pero siempre he pensado que mis mujeres, más que atrapadas en el destino, estaban encerradas en compartimentos histórico-culturales (Entrevista digital a E. Ferrante)
Que Lila tiene los superpoderes de una diosa queda claro enseguida. Ya de niña es capaz de salir volando por la ventana. Cierto es que lo hace propulsada por la fuerza de su padre. Hasta ahí, pase, no por ello se desmentirían sus genes divinos, los dioses niños no dejan de ser niños. El padre es zapatero remendón, es cierto, pero en el Olimpo también abundaban las profesiones manuales. Si no recuerdo mal, Vulcano era herrero y Neptuno una especie de fontanero de los que meten sablazos. Lo verdaderamente sospechoso del vuelo de Lila es el aterrizaje en un patio de un barrio de poco después del Napoles ‘44, y sobre todo el daño que se hace en un brazo. Eso sí que son cosas folletinescas de arrabal. Los hechos memorables del personaje, indicios prematuros de estar tocada por los dioses –también tocada de la cabeza, en la lectura folletinesca– marcan toda su vida, a medio camino entre la sórdida realidad y la trama mitológica, hasta el final del tercer y, por ahora, último volumen de este ciclo de L’amica geniale con el que he pasado algo más de una semana estupenda.
En español:
- La amiga estupenda, Elena Ferrante, trad. Celia Filipetto, Barcelona, Lumen, 2012, 392 págs., 24.90 €
- Un mal nombre, Elena Ferrante , trad. Celia Filipetto, Barcelona Lumen, 2013, 560 págs,, 24.90 €
- Las deudas del cuerpo, Elena Ferrante, trad. Celia Filipetto, Barcelona Lumen, 2014, 480 págs,, 23.65 €
En italiano:
- L’amica geniale (Infanzia, adolescenza), Elena Ferrante, Roma, Edizioni e/o, 2011, p. 327, 18’00 €.
- Storia del nuovo cognome (L’amica geniale, Vol. 2º, Giovinezza), Elena Ferrante, Roma, Edizioni e/o, 2012, p. 470, 19’50 €.
- Storia di chi fugge e di chi resta (L’amica geniale, Vol. 3º, Tempo di mezzo), Elena Ferrante, Roma, Edizioni e/o, 2013, p. 382, 19’50 €.
Está prevista la publicación del cuarto y último volumen para el próximo otoño.
La obra gusta a grandes y medianos, a adolescentes y abuelos como yo, a mujeres y hombres de corazón, y es que entre semidioses y macarras está cubierta buena parte del espectro humano, de sus virtudes y defectos, de su rebeldía y mansedumbre. Además, tiene como fondo mucho de la historia de la primera república italiana, usos y costumbres populares, la navidad en Nápoles, las vacaciones de verano en el mar, la vida escolar, la violencia doméstica, los años de universidad. Y algunas de esas cosas están narradas con un tinte dramático muy logrado por momentos, como los amores (de verano), simples caprichos que adquieren el dramatismo que conviene a una narración que oscila entre el folletín y la épica mitificadora, allí donde nació la novela, en el paso de lo heroico a lo pequeñoburgués, como conviene a las dos protagonistas. Una de ellas es Lila, doppelgänger de Lenú, la otra protagonista, hija de ujier, con aspiraciones sociales a través del arduo camino del estudio (Normale di Pisa), la cultura (dos libros publicados, por ahora), y los finos saraos de la gente bien. Su ventana al norte no es la de la sabiduría intuitiva, la del irrenunciable compromiso con implícitas leyes sagradas, como ocurre en el caso de Lila, tan capaz de creer como de descreer. Lenú se deja seducir más por los discursos explícitos, en un difícil equilibrio, de nuevo folletinesco, entre la mejora de las condiciones de vida, sus aspiraciones sentimentales y sociales, y el parte metereológico de su corazón, condicionado por la borrasca de un prematuro matrimonio al que ha llegado corta de experiencia. Su marido la desatiende pero, anónimo héroe civil en años de demagogias pseudoizquierdistas, es un filólogo que sabe limitar las juergas (báquicas) a los libros. Ella, sin embargo, en la conclusión del tercer volumen, está a punto de volar a Francia, encelada con Nino, semidiós casquivano este, especialista en sottotesti y sottovesti.
Quizá, como en algún momento se señala, Lenú es solar, pero el sol también tiene manchas. En cualquier caso, si así fuera, habría que pensar que Lila es lunar, en una modalidad de oposición complementaria yinyangesca que no me resulta del todo productiva . Lo cierto es que Lenú dice de Lila que es imprevisible. A mí no me lo parece, sino que más bien, en el juego de intercambio de papeles, es ella la que querría serlo. Ya veremos qué pasa en la cuarta entrega de la obra.
Lila, mi preferida, quizá, es tan griega como medieval, por lo menos en ese rione napolitano de viejas comadres y bandas de adolescentes en flor para quienes Nápoles, la ciudad que tienen al cabo de unas paradas de autobús urbano, se convierte por momentos en scimmia di luce e di follia (Conte, Genova per noi). En medio de ese paisaje abigarrado de camorristas, artesanos, acomodaticios poetas pomicioni, prósperos tenderos, enriquecidos prestamistas, brilla Lila Melusina, griega en la olimpiada matemática del colegio y griega también en el ascenso a la casa de Ἥφαιστος, encarnado en el usurero Achille, por quien le será reconocido su valor e importancia mediante la correspondiente indemnización (¡Como si un dios camorrista resarciera de los daños sufridos por su culpa a cualquiera!); pero es melusiniana cuando oculta al marido que es un ser superior, no haciéndole partícipe de su singularidad, la smarginatura, un extraño síndrome sagrado. Y también es melusiniana en la concepción del hijo, un vaina de aúpa, fruto corrupto de un cruce de universos. No sé si queda del todo claro por ahora quién es el padre. Desde luego a mí no me lo ha quedado. Pero, poco importa, el designio de la Melusina medieval es tener un hijo humano y basta.
Dejando a un lado la mayor o menor sintonía con el estilo de la Ferrante, que sin duda lo tiene y bien marcado, cabe señalar que la constante información que se nos proporciona sobre el uso del italiano y del dialetto en situaciones y estados de ánimo que lo propician podría haberse traducido en un verdadero empleo. Sin embargo, el dialetto, término que, contrariamente a lo que ocurre en la tradición filológica española, en italiano sirve para referirse a verdades lenguas, más que a variantes locales del italiano, está muy poco presente en la obra. La narradora, Lenú, es algo relamida en esas cuestiones, pero un poco de rigor filológico no habría estado de más.
Después de casi 1200 páginas, me queda la sensación de que la narración va perdiendo algo de intensidad a partir del segundo volumen, aunque melodramáticamente cada vez vuele más alto. No sé, quizá porque la infancia es el verdadero infierno, en el descenso al Hades a la búsqueda de las muñecas (las muñecas, uno de los grandes topoi de la Ferrante) o en la escalera hacia la casa de Don Achille, he sentido que se me hacía un agujero en el estómago, un principio de mi propia smarginatura, un resto de las emociones que busco en la buena literatura. En los episodios de la adolescencia tardía, los amores con Nino, la boda, todavía queda algo de pureza stendhaliana mezclada a los enredos mitológicos, esos enredos que me ha hecho recordar por momentos otra novela de trasfondo heroicocotidiano, Los infinitos, de Banville, aunque aquí los dioses estén menos escondidos. Tengo la impresión de que según avanza la obra magna de la Ferrante la confluencia de esferas, del mundo real y el irreal, la invitación a una lectura fantástica con amarre tardo neorrealista -no lo contario- se decanta más por los enredos y tropezones de la vida adulta, la historia menuda, la anécdota novelesca, y eso ya me interesa menos. Queda la smarginatura, sin embargo, como puerta de entrada a la otra esfera, la de la creación que busca un marco mitológico para lo narrado. Amiga real y amiga prodigiosa, como se ha traducido en francés el término geniale, porque al realismo "es bueno darle un compañero que lo estimule, lo active y desempeñe el papel de su demonio" (Goethe, Fausto), según figura en la cita que abre todo el ciclo.
miércoles, 30 de julio de 2014
domingo, 27 de julio de 2014
Cruceros en Venecia
Los he visto en Cádiz, atracados en el puerto, pegados al borde como camiones aparcados junto a la acera. Son inmensos, brutales, a nada que te acerques un poco ocultan el cielo y te invade la sensación de que estás en la calle de una gran ciudad rodeado de edificios. Eso si no fuera por el olor del mar, que no logran esconder. Tampoco son ágiles cuando navegan, incluso en el mar tienen el aspecto de una inmensa espinilla en medio del azur. Cuanto más lejos mejor, piensas, porque en la distancia podrían con suerte pasar inadvertidos, ser confundidos a vista de satélite con un modesto barco de pesca. Pero, tampoco es cosa de tomarla con el turismo de masa selecto, como señala Julio Aramberri en su reseña del reciente libro de Estrella de Diego ( Rincones de postales. Turismo y hospitalidad, Madrid, Cátedra, 2014, 224 pp. 15 €). La primera andanada contra el turista depredador opuesto al viajero receptivo la oí nada menos que en boca de Rubert de Ventós en una conferencia de la Fundación March. Después, la idea se ha convertido en tópico al uso, presente hasta en las unidades de los libros de texto para estudiantes de lengua extrajera. Seguro que rebuscando en los clásicos latinos ya hay precedentes del vituperio del turista. No sé, a pesar de lo que dice F. Wallace (vid. infra), creo que me apuntaría a un crucero si me dejaran llevar al perro.
Por lo demás, no todo es igualación social ficticia, glamour y trajes de fiesta. Hasta en estos falansterios del ocio que son los cruceros, pequeñas ciudades felices por decreto, hay semisótanos y viviendas con poca luz, las de los que duermen por debajo del nivel del mar. Supongo que como pasa en las ciudades, sus inquilinos serán los que más visiten los bingos y los billares.
Cuando se acercan a puerto, bajan de la nave grupos de extranjeros, más ancianos cuanto más extemporáneo es el periodo del año para viajar, que se desplazan en grupo por la ciudad, a menudo con gorras o pines que les identifican como cruceristas. Se sabe que solo podrán disfrutar de su visita durante un rato y por eso suelen ser pasto de hechos extraordinarios, robos excelentes, ligues fulgurantes o intempestivas visitas de vendedores de los objetos típicos más insospechados. Esta tendencia a acercarse a la tierra firme (Vid. galería de fotos de Repubblica), a mezclarse moderadamente con los animales de tierra que siguen envueltos en sus rutinas diarias, explica la maniobra que tan cara costó al Costa Concordia italiano, hoy de vuelta a Génova en un complicado remolcamiento.
En Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, una especie de versión entre periodística y alucinada de la Divina comedia en clave de Crucero por el Caribe, Foster Wallace despliega su ingenio, por momentos cansino, para retratar el universo variopinto que puebla una de esas naves nave. Concluye que no volvería a apuntarse a otra semejante.
Foster Wallace, David, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer.
Editorial Mondadori
Colección DeBolsillo (2003)
160 páginas
ISBN: 8497592158
He aquí un párrafo de malogrado Wallace.
“Me embarqué en un crucero de siete noches por el Caribe a bordo
de un barco que estaba tan limpio y blanco que parecía que lo hubieran
hervido. El color azul de las Antillas occidentales varía entre el azul
de manta infantil y el azul fluorescente: lo mismo que el cielo. Las
temperaturas eran uterinas. El sol parecía regulado de antemano para
nuestra comodidad. La proporción tripulación-pasajeros era de 1,2
tripulantes por cada dos pasajeros. Era un crucero de lujo. Este producto
no es un servicio ni una serie de servicios. Ni siquiera es una semana
de diversión. Es más bien una sensación. Es un producto bona fide: se
supone que esa sensación debe producirse en ustedes: una mezcla de
relajación y estimulación, de indulgencia tranquila y de turismo frenético,
esa mezcla especial de servilismo y condescendencia que se vende bajo las conjugaciones del verbo cuidar. Este verbo salpica los diversos folletos: «Como nunca antes lo han cuidado», «Nuestros jacuzzis y saunas están para cuidarlo», «Deje que lo cuidemos», «Cuídese en los céfiros templados de las Bahamas».
Pero hay algo insoportablemente triste en los cruceros de lujo. A bordo del mío, sobre todo de noche, con toda la diversión organizada, la amabilidad y el ruido del jolgorio, me sentí desesperar. La palabra se ha banalizado ahora por el exceso de uso, pero es una palabra seria y la estoy usando en serio. Para mí, desesperar denota un extraño deseo de muerte combinado con una sensación apabullante de mi propia pequeñez y futilidad que se presenta como miedo a la muerte. Tal vez se parezca a lo que la gente llama terror o angustia. Pero no acaba de ser como esas cosas. Se parece más a querer morirse a fin de evitar la sensación insoportable de darse cuenta de que uno es pequeño, débil, egoísta y, sin ninguna duda posible, se va a morir. Es querer tirarse por la borda. No me parece un accidente que los cruceros de lujo atraigan sobre todo a gente mayor de cincuenta años, para la que su propia mortalidad ya es más que una abstracción”.
Estos días se está celebrando en Milán una exposición de fotos de Gianni Berengo Gardin que documentan la presencia de los grandes cruceros en Venecia. Tiemblan los cimientos de la ciudad con las ondas que producen sus motores, sus sirenas hacen ensordecer las campanas , corren despavoridos a refugiarse los perros que quedan en Venecia y se ruborizan las góndolas, pero ahí están los cruceros, protagonistas de un dañino espectáculo que parece una versión decadente de la Odisea del espacio de Kubrick.
Algunas de las imágenes expuestas:
(Fuente de las fotos)
Venezia, aprile 2013 © Gianni Berengo Gardin - Courtesy Fondazione Forma per la Fotografia
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(Fuente de la foto)
Por lo demás, no todo es igualación social ficticia, glamour y trajes de fiesta. Hasta en estos falansterios del ocio que son los cruceros, pequeñas ciudades felices por decreto, hay semisótanos y viviendas con poca luz, las de los que duermen por debajo del nivel del mar. Supongo que como pasa en las ciudades, sus inquilinos serán los que más visiten los bingos y los billares.
Cuando se acercan a puerto, bajan de la nave grupos de extranjeros, más ancianos cuanto más extemporáneo es el periodo del año para viajar, que se desplazan en grupo por la ciudad, a menudo con gorras o pines que les identifican como cruceristas. Se sabe que solo podrán disfrutar de su visita durante un rato y por eso suelen ser pasto de hechos extraordinarios, robos excelentes, ligues fulgurantes o intempestivas visitas de vendedores de los objetos típicos más insospechados. Esta tendencia a acercarse a la tierra firme (Vid. galería de fotos de Repubblica), a mezclarse moderadamente con los animales de tierra que siguen envueltos en sus rutinas diarias, explica la maniobra que tan cara costó al Costa Concordia italiano, hoy de vuelta a Génova en un complicado remolcamiento.
En Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, una especie de versión entre periodística y alucinada de la Divina comedia en clave de Crucero por el Caribe, Foster Wallace despliega su ingenio, por momentos cansino, para retratar el universo variopinto que puebla una de esas naves nave. Concluye que no volvería a apuntarse a otra semejante.
Foster Wallace, David, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer.
Editorial Mondadori
Colección DeBolsillo (2003)
160 páginas
ISBN: 8497592158
He aquí un párrafo de malogrado Wallace.
“Me embarqué en un crucero de siete noches por el Caribe a bordo
de un barco que estaba tan limpio y blanco que parecía que lo hubieran
hervido. El color azul de las Antillas occidentales varía entre el azul
de manta infantil y el azul fluorescente: lo mismo que el cielo. Las
temperaturas eran uterinas. El sol parecía regulado de antemano para
nuestra comodidad. La proporción tripulación-pasajeros era de 1,2
tripulantes por cada dos pasajeros. Era un crucero de lujo. Este producto
no es un servicio ni una serie de servicios. Ni siquiera es una semana
de diversión. Es más bien una sensación. Es un producto bona fide: se
supone que esa sensación debe producirse en ustedes: una mezcla de
relajación y estimulación, de indulgencia tranquila y de turismo frenético,
esa mezcla especial de servilismo y condescendencia que se vende bajo las conjugaciones del verbo cuidar. Este verbo salpica los diversos folletos: «Como nunca antes lo han cuidado», «Nuestros jacuzzis y saunas están para cuidarlo», «Deje que lo cuidemos», «Cuídese en los céfiros templados de las Bahamas».
Pero hay algo insoportablemente triste en los cruceros de lujo. A bordo del mío, sobre todo de noche, con toda la diversión organizada, la amabilidad y el ruido del jolgorio, me sentí desesperar. La palabra se ha banalizado ahora por el exceso de uso, pero es una palabra seria y la estoy usando en serio. Para mí, desesperar denota un extraño deseo de muerte combinado con una sensación apabullante de mi propia pequeñez y futilidad que se presenta como miedo a la muerte. Tal vez se parezca a lo que la gente llama terror o angustia. Pero no acaba de ser como esas cosas. Se parece más a querer morirse a fin de evitar la sensación insoportable de darse cuenta de que uno es pequeño, débil, egoísta y, sin ninguna duda posible, se va a morir. Es querer tirarse por la borda. No me parece un accidente que los cruceros de lujo atraigan sobre todo a gente mayor de cincuenta años, para la que su propia mortalidad ya es más que una abstracción”.
Estos días se está celebrando en Milán una exposición de fotos de Gianni Berengo Gardin que documentan la presencia de los grandes cruceros en Venecia. Tiemblan los cimientos de la ciudad con las ondas que producen sus motores, sus sirenas hacen ensordecer las campanas , corren despavoridos a refugiarse los perros que quedan en Venecia y se ruborizan las góndolas, pero ahí están los cruceros, protagonistas de un dañino espectáculo que parece una versión decadente de la Odisea del espacio de Kubrick.
Algunas de las imágenes expuestas:
(Fuente de las fotos)
Venezia, aprile 2013 © Gianni Berengo Gardin - Courtesy Fondazione Forma per la Fotografia
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(Fuente de la foto)
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