El Moncayo que habito
Dedicado a mi madre († 19/5/2013)
Han pasado ya más de veinte años desde que arribamos al somontano del Moncayo. Y es un buen motivo para rendirle un muy humilde homenaje, aunque no lo necesite.
La fotografía nos permite aherrojar el presente, capturarlo, hacer de él un presente eterno, que casi siempre contrasta con el presente actual (maldito juego del tiempo). Por eso, suena a broma fotografiar el Moncayo, porque su propia duración hace de nuestras fotos un mero juego de niños, cargado de estética –eso sí- pero un juego de niños sin más afán que el de apretar el disparador. Cualquier foto será siempre –a la luz de nuestra corta vida- la misma que otros antes de nosotros lanzaron y la misma que otros tantos lanzarán después de que hayamos desaparecido. Fugaz juego de espejos.
Por eso, pese a que algunas fotos pecan de esto mismo, esta exposición no es pretenciosa en su técnica ni en su arte, sino que busca –que busco- transmitir lo que subyace a cada imagen: no es la imagen lo importante, sino la labor de las personas, de sus habitantes, de sus descendientes en los mismos ámbitos que los actores, pero en muy distintas circunstancias.
Es una revisión de aquellas cosas que captaron mi atención y me retrotrajeron a otros tiempos, a otros apellidos y a otros nombres. A otras épocas donde el tiempo no era –como la electricidad- algo que se pudiera atesorar, sino que se compartía, se utilizaba de sol a sol para “fabricar” con qué vivir, para convivir, para compartir.
Y en esta exposición no hay personas (lo digo por si no os habíais dado cuenta). Y cualquiera pensaría que hay una contradicción: hablo de personas y de otros tiempos y no muestro personas, no hay paisajes con figuras, como mandan los cánones. No, no hay personas, pero si miráis bien, detrás de cada una de las fotos hay personas: están ahí, al lado de la máquina, tras los bordes del papel de las fotografías, entre los colores o entre las texturas granuladas de las imágenes.
Solo en la foto superior hay una figura y es una foto que enseguida me atrapó y trajo a mi cabeza aquella frase de San Juan de la Cruz, solo que pervertida por mi mundanidad: “Mi Amada, las montañas, los valles solitarios nemorosos [...] los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos”.
El Moncayo es un paraíso abandonado: por los foráneos y por los nativos. Es un terruño donde los mismos habitantes han cedido a la desidia del paso del tiempo y se obstinan en dejar caer cuanto resto hubo de vida y de agitación. Uno entra en los pueblos del Moncayo esperando ver y ve la decadencia del adobe, de la cal y de la arena, de la madera, de la caña, del tapial, de los muros de piedra que hacían de linderos. Pasea por los campos del Moncayo y ve los zarzales apoderarse de los ribazos, a las ortigas de las sombras húmedas de los regatos, al polvo agarrarse a las hojas de las encinas y carrascas.
El Moncayo es un paraíso abandonado, pero una vez hubo personas: hombres y mujeres, que con hambre, con frío, con coraje, con arrestos hicieron de una tierra pedregosa, un lugar para vivir. No es el Moncayo un Sangri-La donde refugiarse y ver pasar los años sin desdoro. Nada más lejos. El tiempo pasa inexorablemente y corta los rostros y empaña las miradas. Se vive más –el que lo consigue- pero se paga el precio de la soledad, del club de jubilados que se ancianan jugando a las cartas, de la Puerta del Lugar donde se controlan las entradas y salidas.
No, el Moncayo no es Brigadoon, el lugar protegido por la Divinidad que se abría al mundo una vez cada cien años. Ojalá. El Moncayo está abierto, como las gasolineras de carretera: de 0 a 24 horas. Sin excepción. Y quizás por eso, la gente pasa por allí sin ver, porque está y ha estado siempre ahí. El mundo se escapa hacia cielos más altos, como los del Pirineo, pero se pierde esos cielos más azules, más limpios y más cercanos. Cielos más humanos y más cambiantes. Cielos abatidos y purificados por el cierzo, maldito y bendito a la vez.
El Moncayo es un paraíso. Al menos así me lo parece cada vez que llego y cada vez que lo abandono. Está tan cerca que te llama con voz viva y lo tienes tan a la vista que al abrir los ojos no lo ves. Y las personas pasan y se van. Y los habitantes pasan y se van. Y los turistas pasan y se van. Solo quedan esas imágenes que me he esforzado en obtener para la exposición. No es una canción triste. No es una exposición triste. Es la maravilla de un paraíso que renace solo con mirarlo y contemplarlo en su plenitud.
Andrés Guerrero Serrano
Un lugar en el mundo
Hay veces que cuesta encontrarlo. Hay otras que te pasas media vida buscándolo y no das con él. En ocasiones dedicas la vida entera y sabes cuál no es, pero no cuál es. Y otras en las que ni te importa ni te lo planteas. Puede ubicarse en sitios tan dispares como Atacama, Pernambuco o Tombuctú. O no figurar en los mapas. Nunca es tarea fácil encontrar un lugar, en el ancho mundo, en el que te sientas bien amado y suficientemente amparado. Un eje en la madre tierra donde las vacaciones dejen de apetecer.
Cuando conocí a Andrés -veinte años no es nada-, estaba buscando ese destino, a lo rolling stone, como los antihéroes motorizados de las películas alternativas o como esos piratas ahítos de horizonte. Llevaba entre manos un plano para rediseñar una borda ribagorzana. Y supe que lo descartaba cuando me preguntó por los posibles tesoros de la Costa Dorada. Creo que fue en ese mismo curso cuando me dijo que se había empadronado en Alcalá. Oí ese topónimo y no supe si tendría que asaltar el castillo en su comunidad natal (de Henares) o en la de su ascendencia paterna (de Guadaira, de los Gazules, la Real…). Si habría que sitiarlo en Teruel (de la Selva) o tendría que visitarlo en Filipinas. “De Moncayo”, aclaró.
Desde entonces, hemos coincidido una media docena de veces por aquellas tierras. Algunos de esos viajes los hemos disfrutado juntos, ida y vuelta desde Zaragoza, con él al volante. Enfilando la recta de la Nacional 122 que conduce a Borja, a la altura de las bodegas, cambia el tercio de la conversación. Cuando tomamos la curva a izquierdas que salva el Arroyo de la Huecha, Andrés abandona su caparazón de geek digievolucionado y le aflora su verdadera piel. En Vera hay una parada obligada en la panadería. Y un poco más al sur, su Alcalá.
El Moncayo que conozco del Andrés que yo conozco no es otra cosa que lo que nos regala en esta exposición. Un paseo por el pueblo con Esther de la mano, salvo para disparar. Una charrada con la parroquia del bar, una leñera bien provista, una buhardilla apta para lectores, descorchar una botella mientras se hace el sofrito y terminar degustando unas migas con huevo o un arroz con caracoles. Dicen que uno no es de donde nace sino de donde tiene el huerto. Judías, tomates, higos, estragón, chordones…han pasado por sus manos.
De todas las grandes y variadas cosechas de Andrés, la más visual y asombrosa es la de estas fotos. Baldosas, pucheros, tejas, puertas, flores, peñas, lomas, piedras. Todo eso y más. Un claustro. La fotografía se ha revelado excelente medio para enclaustrar instantes en las coordenadas del tiempo y del espacio. Esta exposición es un buen reflejo de ese estado de felicidad al que nos devuelven las viejas historias, el compás de las estaciones, la magia de los objetos y los paisajes del alma.
Creía que encontrar un lugar en el mundo no era tanto descubrir el paraíso como dejar de buscarlo. Leyendo al artista y viendo sus obras puede que me obligue a cambiar de opinión. Cada una de estas fotografías, grandes o pequeñas, son el fruto de ese descubrimiento generosamente compartido. Un presente para la vista, el resplandor místico de un fotógrafo que se sabe acogido por ríos con nombre en femenino, por paisajes de sinuosas curvas y por unas acogedoras faldas. Las del Moncayo. Aclaro.
RDR