El comensal, Gabriela Ybarra, Caballo de Troya, 2015, 176 págs. 15.90 €
La relación de los niños con la muerte en sociedades como la nuestra suele estar compuesta de escenas fragmentarias, explicaciones incompletas, eufemismos de eufemismos, opacas figuras retóricas. Mi primer recuerdo, por ejemplo, son los gritos nocturnos de una vecina que había despertado junto a su marido muerto. Me enteré de los gritos, pero apenas supe lo que había pasado de verdad. Una masa informe de piezas, sensaciones y palabras, queda flotando en los niños, piezas de un discurso que acabará por tener lógica mucho después. Antes, las esquirlas tienden a componer figuras provisionales, la del miedo, la de la angustia,la solemnidad o el juego desafiante. La adolescencia y después la edad adulta consiguen más tarde elaborar un discurso racionalizador que dura a veces muchos años, como si el caleidoscopio de repente hubiese encontrado una disposición satisfactoria. No callan los silencios, las escenas entrevistas por la ranura de una puerta, las lágrimas que vimos versar, pero tenemos otra perspectiva y sobre todo una energía para vivir que permite distanciarse del murmullo de la muerte. Sin embargo, pasa el tiempo y de repente su ala negra nos restriega polvo de cristal por las entrañas. Entonces, el caleidoscopio gira y alcanza a reunir pasado y presente con tanta intensidad que no podemos evitar convalecer hasta reinsertarnos en la vida en una nueva posición, generalmente, la de quien ha pasado a estar en primera fila de los que esperan su turno. Si antropológicamente la muerte ajena es un principio de satisfacción, porque nos hace presente el hecho de que nosotros seguimos vivos, individualmente, por el contrario, la desaparición de nuestros allegados supone un choque de que no se sale incólume.Valga lo dicho como resumen abstracto de lo contado por Gabriela Ybarra en su relato autobiográfico, análisis de lo vivido por ella y al tiempo homenaje a la figura de su madre, ser de luz, en palabras de su hija. El fallecimiento, a resultas de un agresivo cáncer, despierta en la joven mujer la necesidad de reconstruir el expediente de muertes incomprendidas, en particular la de su abuelo, Javier Ybarra (secuestrado y asesinado por ETA en 1977), empresario, presidente de la Diputación de Vizcaya (1947-50) y alcalde franquista de Bilbao (1963-69). Presidente y alcalde franquista, ça va de soi, dadas las fechas del ejercicio de los cargos. Al hilo de los recuerdos y sensaciones revividos y en parte reconstruidos a mitad de camino entre el reportaje y la ficción autobiográfica, la narradora acabará por asumir la desaparición de su madre, por quien se sintió escogida, señalada entre sus hermanas para que la acompañara en la enfermedad.
Y es quizá esa excusa, fruto del denso vínculo con la madre, lo que dota de intensidad, priva de sentimentalismo casi siempre, al texto, lo que hace creíble la narración, además de la buena selección de anécdotas. La obra carece del amplio registro de tonos de Patrimonio, de Philip Roth, por ejemplo, o de los conflictos internos de Tiempo de vida, de M. Giralt Torrente, pero explota con habilidad cierta afectuosa ingenuidad mezclada a un tono suficientemente descarnado, quizá más en la línea de Todo esto pasará, de Milena Busquets, aunque en El comensal el trato con la muerte es menos timorato y la prosa más densamente tersa. La reconstrucción de los hechos resulta fruto de una honda pulsión que hace bucear a la narradora en una niñez en la que lo acontecido, los primeros contactos con la muerte en el seno de la familia, le había sido escamoteado por su padres, en medio de un ambiente en que ser señalado por ETA significaba tener colgado un baldón macabro, por más que el abuelo fuera un hombre del régimen de cierta importancia. La muerte de un tío suicida aparece también como un fogonazo, particularmente intenso por su crudeza.
El diagnóstico de cáncer de su madre es el detonante que lleva a Ybarra a acercarse a la historia del secuestro y posterior asesinato de su abuelo, de cuyos detalles supo bien poco hasta catorce años después. Si en un primer momento, alentada por un pronóstico optimista sobre la enfermedad de su madre, no alcanza a intuir la gravedad de la situación, más tarde sentirá que ella es la elegida para asistirla en sus últimos meses. La narradora reconstruye así lo ocurrido a su abuelo como si se tratara de otro capítulo de un único proceso de reposicionamiento con respecto al tema, pues, al cabo, el libro es una especie de autorretrato de escritor enfrentado a la muerte.
Ningún empacho, por cierto, por la progenie de la autora, ni por poder llevar a la madre a curarse a Nueva York, por comprar un apartamento en la capital del mundo, por estudiar en universidades americanas, por una vida de rico trabajador, por contarla. Se agradece esa falta de rubor, pero uno se plantea hasta qué punto la recepción de la obra, incluida la edición, no ha estado condicionada por ser vos quien sois. Me pregunto qué habría sido del libro sin los apellidos que lleva y si no hace un poco parte de un entramado de morbo cultural que todo lo tiñe, aunque en el caso que nos ocupa se trate de un producto de alta gama. Algo de ello hay, seguramente, pero la obra es digna, prima esa dignidad.
Javier Brox