Del 1 al 30 de junio en el Paredondehelarte
Texto de presentación de Andreas Krieger
Alberto Martínez o el gen calmo
Nunca me gustó Mendel y sus leyes genéticas. Me acuerdo que cuando estudiábamos la Ciencias Naturales de 5º de Bachillerato, aquél era uno de los temas más escabrosos y complejos –junto con el estómago del cangrejo y del caracol- del libro gordo y azul de SM. Ahora sigo sin creer en la genética como arma de salud o de selección.
Sin embargo, y esto no cambia mi aborrecimiento de lo genético, debo decir que en Alberto Martínez –Alberto para los amigos, entre los que tengo el grato placer de encontrarme- este gen es el causante de gran parte de su arte.
No entraré en el eterno tema de si el artista –o “artiZta”, como suelen pronunciar para burlarse- nace o se hace. Es evidente que sin trabajo, sin constancia, sin estudio, sin repetición, sin fracaso y sin acierto, no hay arte. Hay un éxito puntual, un hallazgo llamativo y espontáneo, pero no hay arte. El arte se engrandece de la experiencia, de la sorpresa, del intento, de la búsqueda e, incluso, de la copia.
Pero tampoco es cierta la frase genética esa del artista que nace artista. Es mentira. Aunque ciertamente haya la posibilidad de ver el mundo desde otras perspectivas que no son las habituales, las normales, las de todos los días. Pero eso no tiene que ver al menos con la genética, sino con la esencia misma del alma humana que en ciertos individuos encuentra la forma de asociarse al entorno, al medio, de hacerse uno con él y de mirar con otros ojos lo que para los demás no es más que tedio y normalidad.
Pues bien, repito, sin entrar en esta absurda polémica, debo decir que hay en Alberto un gen especial, que me congratulo de haber localizado, situado y puesto nombre. Es el AM7 –y no tiene nada que ver con los procesadores informáticos, pese a que su nombre así lo parezca-. Es un gen, como digo, especial. Sólo algunos humanos lo poseen y no todos hacen buen uso de él.
Este gen es lo que llamaríamos un “gen calmo”, es decir, un gen que insta a la tranquilidad, al equilibrio, al sosiego. Que empuja al poseedor a mirar las cosas con detenimiento, a ver la realidad con el puntillismo de Seurat, aunque luego termine deshaciendo la imagen como un Van Gogh. Este gen es de por sí lento: lento para actuar, lento para mirar, lento para reaccionar, lento para abrirse. Es un gen que, una vez que entra en actividad, se desarrolla con el calor de la humanidad, de la cordialidad, de la sonrisa, de la mano diestra y delicada, del ojo avizor que descompone el color, que asienta la matriz, que posa el papel húmedo sobre la plancha, que pule los vértices, que suaviza las aristas, que ajusta los milímetros.
Es un gen que detesta la exageración, que aborrece la mancha, que desprecia la prisa. Es un gen que comparte las cervezas en un ático donde el tórculo es el señor del centro, el habitante perenne de la sala. En donde los movimientos se hacen divertidos por la estrechez y porque la tinta espera cualquier descuido. Ático donde conviven los de fuera y los de dentro, donde habita y se alimenta la experiencia.
Pues bien, este gen calmo de Alberto es algo que lo colma. Es imposible estar a su lado y no contemplar su estar, su estado no se sabe bien si dormido o despierto, aunque siempre atento. Es un gen que le impulsa a ser un gran conocedor de la cerveza sin dejarse llevar por el impulso de tragarla sin ton ni son.
Y este gen AM7 además es como la termita o la carcoma, un gran xilófago. Lento pero inexorable. En apariencia caótico y, sin embargo, no taladra lo indebido, no destruye sin oficio, no escarba sin intención.
Recuerdo que desde hace muchos años –quizás desde mi acercamiento a Oriente- me llamaron la atención las xilografías orientales, especialmente las chinas y las japonesas. Con sus caligrafías, pero sobre todo con sus paisajes, escenas y motivos especialmente tallados hasta el infinito, delineados con gubias, perfectos en su dibujo y maravillosos en su estética y en su sugerencia. No sé si Alberto comparte este amor por lo oriental, pero en su mano se agolpa la gubia, el escoplo, la lima, la lija y la cuchilla para transmitir ese sentimiento de naturaleza que sólo la madera es capaz de dar.
La xilografía es bella per se: por su material, por la dificultad de la veta, por la blandura o dureza del material, porque hay que adaptarse a su natura y disposición y no hay dos planchas iguales, de igual modo que no hay dos ramas iguales, ni dos árboles iguales, aunque compartan especie y suelo.
La xilografía no es para todos, ni para los que la hacen ni para los que la observan. En la xilografía nada es como el autor quiere: todo es como el material le deja. Se tiene una imagen, una propuesta, una idea y se necesita silencio, respeto hacia el material, conversación serena con uno mismo y con la natura que en la materia duerme para poder encontrarla, para poder sacarla a la luz, para poder expresarla en su esplendor.
Por todo eso, el hecho de que el AM7 viva en la esencia de Alberto hace que esta charla, que esta disposición entre el artista y el material sea algo espontáneo, subsumido en la misión de expresar lo que la naturaleza quiere y el artista puede. Sólo es posible con este gen calmo que no corre, que no viola las fibras más íntimas de la madera, que no secciona la vida con rayas inútiles, que mima la superficie y que al final, en otro acto de amor, deposita, extiende, expande la tinta sobre la plancha y hace de sus manos un gestor fiel de lo que su alma esconde y sueña: la expresión de lo esencial.
Estoy firmemente convencido –especialmente después de ver tantas series de forenses, médicos, hospitales, CSI’s, etc.- de que, si Alberto no firmara sus grabados y xilografías, todo el mundo sabría que son suyas. Y si alguien se atreviera a copiarlas, pronto se vería que no eran originales, por muy cuidada que fuera su imitación. Sería tan fácil como hacerle la prueba del ADN. Cualquiera de los famosos investigadores vería rápidamente que aquello no era obra de Alberto porque el AM7 no estaría allí, no habitaría la obra.
Para los que no somos artistas, sino meros diletantes en esta obra vital, la posesión de este gen o por este gen se nos antoja envidiable y muchos –especialmente yo- daría parte de lo que poseo por tenerlo entre mis células. Sin embargo, para Alberto su posesión es tan natural y espontánea que muchas veces al verlo, como en los grandes maestros, no parece que sea habitado por él. A lo mejor, hasta el gen calmo necesita sus momentos de calma.
Andreas Krieger
Recuerdo la época en que no tenía visión.
Cada vez que oía la flauta, mi corazón se afligía.
Ahora no tengo sueños vanos en mi almohada,
me limito a dejar que el flautista ejecute el son que le plazca.
(Fu, de T´ai-yüan. Ensayos Sobre Budismo Zen, del Dr. Suzuki)