Se puede decir que ver algo de verdad va mucho más allá de la contemplación de una imagen, sobre todo si se trata de una cosa trágica. En términos profundos, ver algo quiere decir sentirse afectado, asumir que es necesario luchar, poner los medios necesarios para resolverlo, a pesar de lo costoso que pueda resultar. Para que así sea, sin embargo, es necesario fundirse con el problema, sentir que no podemos aceptar lo que está ocurriendo, que es inasumible, que más vale no vivir que seguir por el mismo camino. Es un acto de conciencia, seguramente, una llamada inapelable en la que nuestro interés individual se mezcla felizmente con el de los demás. Entonces, si estamos llamados a dar, damos, si estamos llamados a renunciar, renunciamos.
Las fotos del niño sirio Aylan son terribles, como pocas, comparables en su intensidad trágica a las de la niña vietnamita abrasada por el napalm de los bombardeos americanos o la del niño que levanta los brazos en el gueto de Varsovia. Como en el cuento de Sciascia, Aylan había salido hacía un destino mejor desde las misma playas a las que pocas horas después fue escupido por el mar, pero muerto. De su familia parece que solo ha sobrevivido el padre, Abdullah Kurdi, mientras que la madre, Rihan, y el hermano, Galip, de 5 años, también han muerto. Eran sirios y huían del infierno en que se ha convertido su país. La primera etapa para quienes escogen huir por el mar es Turquía, de allí intentan cruzar a Grecia. Parece ser que cerca de las playas de las que parten hay puestos de venta de chalecos salvavida, de lanchas de goma y que si quieres hasta te dan un recibo . De vuelta de su intento de travesía, Aylan no llevaba ni el chaleco. Se lo había quitado el mar, que jugaba con su cuerpo muerto sobre la playa, allí donde a lo mejor él mismo tuvo ganas de jugar con las olas pocas horas antes.
Han dudado los grandes periódicos europeos en poner en primera página la foto del cadáver, algunos han optado por la imagen menos dramática, aquella en el que el policía turco lleva en bazos al niño, una especie de Piedad masculina moderna. Es más dura la otra foto, la del cuerpo mojado, la de las olas indiferentes en la que el mismo policía parece estar haciendo algún tipo de gestión, quizá con un móvil. Pero al final, parecía inevitable que casi todos esos periódicos sacaran la imagen. Sensacionalismo o no, la necesidad de ver, o mejor dicho, la imposibilidad de no ver el drama, era perentoria.
Las autoridades europeas no son como las olas, no pueden dejar de ver lo que estas fotos muestran, verlo en términos profundos, más allá de cicaterías, usos electorales, intereses locales. Dice Gabilondo que, superada la primera conmoción, los únicos que se sentirán involucrados en la necesidad urgente de ayuda serán los mismos que ya antes eran conscientes del problema, que, si acaso, ahora que las oleadas de emigrantes llegan por el norte, habrá alguno más que se sentirá en peligro y se movilizará. Espero que que la conmoción sea mayor, que está foto haga ver el dolor que no se puede soportar y que quienes nos dirigen o quieren hacerlo hablen de la necesidad, del placer, de que nuestros impuestos, mayores si hace falta, se dediquen a que nadie pueda sacar fotos como estas, a que sea imposible publicarlas, porque no ocurre.