Hoy, a falta de ultimísimos detalles, ha quedado inaugurada la exposición de diez collages de Marta Ester Tabuenca en la E.O.I.1, de Zaragoza. A continuación, se reproducen dos textos de presentación:
Marta es aragonesa pero, si no lo fuera, debería
serlo, porque sus genes son herencia de la raza de Gracián: expresar lo máximo
con los mínimos medios y además, hacerlo bien.
A Marta Ester le cuadra perfectamente la letra de aquella
canción lejana de Serrat:
“Es menuda como un soplo [… ]
y un aire entre tierno y triste,
como un gorrión”
“Es menuda como un soplo [… ]
y un aire entre tierno y triste,
como un gorrión”
Pero también engaña. Parece que la fragilidad y esa levedad,
dulce y femenina, van a contener ángulos muertos o puntos débiles, sin embargo,
nada más lejos de la realidad: su fuerza la lleva a retar a las técnicas, a
jugar con las posibilidades, a experimentar: siempre experimentar.
Nos conocimos en un taller de grabado donde la serigrafía a pantalla
perdida era el tema principal y mientras los demás llevábamos modelos o
imágenes en nuestros cuadernos, ella llevaba propuestas, indagaciones, desafíos
en su cabecita. Recuerdo nuestro empeño en que aquello que habíamos dibujado
diera, dentro de lo posible, un resultado esperanzador y un recuerdo que
mostrar –como los cadáveres tras la cacería- de que éramos mejores de lo que se
nos suponía. Marta partió de la sencillez de unas manchas para ir
posteriormente replanteándose qué quería y qué posibilidades tenían las
distintas opciones. Nunca pretendió un resultado, sino una búsqueda de
posibilidades expresivas que la sedujesen o, al menos, que le abriesen nuevos
medios de comunicación con el exterior.
Conversar con ella es entretenido, divertido, acogedor. Siempre
vibra “ un corredor de fondo” en sus palabras. Una mente que bulle en ideas,
imágenes, relaciones, silencios, propuestas. Es como un carrusel de imágenes
que ella va superponiendo hasta encontrar la relación, ambigua o real,
superficial o profunda, banal o de raigambre. Y es esa relación lo que nos
admira y nos hace preguntarnos: ¿Qué es lo que ella ve que nosotros no hemos ni
siquiera atisbado?
La he oído decir muchas veces de su hilazón con el collage,
especialmente porque ella –dice- no dibuja, y el recorte, los pespuntes, el
pegamento y otros medios que ella maneja a la perfección con sus delicadas
manos, convierten ese arte cisoria en puro arte, en medio de expresión, en
comunicación con el mundo.
Como se puede ver en la exposición de Marta que hoy
presentamos, hay variedad de propuestas, de técnicas –desde lo digital a la
tijera de costura- y de vivencias. Dice mi profesora de dibujo –Francisca
Zamorano- que cada trazo que ponemos sobre el papel o el lienzo es parte de
nuestra vida, de nuestra experiencia vital o emocional. Los collages de Marta son fotogramas de su vida, aunque a veces uno percibe entre las imágenes
jirones de su corazón, que palpita y se agita “como un gorrión”.
Andrés Guerrero
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En mi trabajo las citas son salteadores de caminos que
irrumpen armados para arrebatar la convicción que alberga el ocioso paseante
(W. Benjamin, Calle de dirección única,
Trad. Jorge Navarro Pérez, Obras, IV, 1,
p. 78, Madrid, Abada, 2010).
Lord
Polonius:
This
above all: to thine own self be true,
And
it must follow, as the night the day,
Thou
canst not then be false to any man.
Farewell,
my blessing season this in thee!
(Shakespeare, Hamlet, acto I,
escena III).
La gracia
del collage se basa en la tensión entre dos fuerzas contrapuestas, una
centrífuga y la otra centrípeta. La combinación de imágenes de la que parten
los collages de matriz surrealista hace que cuanto más alejados estén en la
vida ordinaria los elementos que los componen mayor sea la belleza que se
desprende de ellos, la del “encuentro fortuito de una máquina de coser con un paraguas
en una mesa de disección”, como decía Isidore Ducasse en sus Chants de Maldoror. La fuerza
centrípeta mantiene unidas las partes, pero la fuerza centrífuga, ligada a la
apariencia ordinaria de los objetos, tiende a reintegrarlos en la mente del espectador a su
contexto habitual. Sin esa tensión, el collage no es nada, y, viceversa, cuanto más extrañamente potente,
aunque arbitraria en apariencia, es la
asociación, más intensamente compacta/delicadamente precaria resulta la obra.
Para Breton, el poder de una imagen de ese tipo depende de su grado de arbitrariedad.
Pero resulta que la arbitrariedad de los mejores collages descubre que sus elementos llevaban años llamándose, esperándose, penando
por su metamorfosis liberadora, resulta que de su unión se desprende vida, rezuma una
verdad desconocida, latente sólo hasta entonces. Y es que benjaminianamente,
diríamos que los collages pintan ”un tótem
de los objetos” y “lo buscan en la espesura de la prehistoria, y la última
caricatura de ese tótem es sin duda el kitsch, esa última máscara de lo banal
con que nos revestimos en el sueño y en el seno de la conversación, para acoger
con ello la fuerza del mundo de las cosas desaparecidas” (Kitsch onírico, Obras II, 2, trad. Jorge Navarro, Ed. Abada,
Madrid, 2007, p. 231). De eso se trata, de cosas desaparecidas, de existencias perdidas,
precarias, los collages rastrean mitos sin tiempo pero con historia, los reactivan y los hacen visibles en el
presente. Así, en términos benjaminianos otra vez, los collages nos despiertan
para enseñarnos arquetipos escondidos en la realidad cotidiana, que es sólo
apariencia, escenario de nuestro sopor, contexto ideal para nuestro vivir
dormidos. La verdad está en esos abortos imposibles, encuentros paradójicos, ilógicos matrimonios
monstruosamente felices que conllevan actos de prepotencia del artista sobre la
apariencia. “Esos momentos de iluminación no los producen las guerras, las
revoluciones, los inventos o las luchas sociales, lo producen las obras de
arte”, escribe F. de Azúa parafraseando al berlinés, que a su
vez precisa el momento del día mejor para la iluminación: “¿Deberá ser el despertar la síntesis entre la tesis
de la conciencia onírica y la antítesis de la conciencia en la vigilia? Así, el
momento del despertar sería idéntico con el ‘ahora del reconocer’, aquel en que
las cosas nos ofrecen su rostro verdadero –surrealista–” (1).
Todo lo
anterior se refiere a la obra. ¿Pero, quién la hace? Sin duda un artista bastardo, lejano de la
idea del creador absoluto. El colajista
es alguien bajo el signo de Diógenes, un recolector de desechos, un buscador en
contenedores propios y ajenos, cuando no un insomne vocacional que acecha la
pantalla del ordenador a ver qué puede sustraer a la apariencia para devolverlo
a la realidad que hemos descrito. Ay, pero a diferencia del collage digital, el
manual además desmiente la solución, incorpora rasgos de enfriamiento
brechtiano que lo delata como fruto de trabajos manuales, entretenimiento escolar, no de la inspiración
suma. Si como decía Ferlosio, el mudéjar supone un desquite del albañil sobre
el arquitecto (2), el collage le restriega su verdad en la cara a la impostada
pintura realista, pues en su modestia artística se basa su profundidad. Suena a oxímoron, pero es un humilde kitsch. El relieve del recorte, los puntos que marcan las curvas de
la tijera, los restos de pegamento, las cosas encontradas en su superficie como
si las hubiera dejado la espuma de los días al retirarse, son un recordatorio
de que vemos emblemas, ingenios fruto del artificio, del deseo, del
afloramiento de la historia, más verdaderos por ello que si nos engañaran y
reduplicaran lo real. Los artistas que usan materiales y técnicas más nobles reflejan tímidamente lo que ven o
lo que creen soñar, los colajistas, manos tijeras, son los verdaderos creadores
a partir de materiales previos, como hizo por otra parte Roma con Grecia, el gótico (en cuya
pintura ya había collages, como señaló Apollinaire) con el románico, y así
sucesivamente.
Reaparecen las
fuerzas centrípetas y centrífugas de las que hablábamos antes, la de la verdad contra
el ensimismamiento del realismo vulgar. Tengo a Schwitters por el gran maestro
que las domina. Honni soit qui mal y pense,
los collages tienen alma de papel encolado a través del que vemos algo más que
sombras en la pared de la caverna platónica. Benjamin quería un libro sólo de
citas, que no otra cosa son los collages, material de arrastre, islotes cotidianos a la deriva, expuestos a
corrientes contrapuestas, un libro sin pasajes intermedios, una exposición de
collages, en el que sobra argamasa
añadida por el exégeta. Ese libro, esa exposición debía despertar la conciencia
amodorrada del lector, una conciencia revolucionaria o, por lo menos, crítica.
Para
completar este rompecabezas de citas en el que sobra la argamasa de mis palabras, ahí va
otra, una condena de lo digital, aunque quizá los collages puedan salvarnos incluso de la infectas miasmas de datos que nos arrastra: “El diagnóstico del filósofo francés
Bernard Stiegler es
aún más desalentador: durante las últimas décadas, el uso generalizado de la
web ha producido una sincronización en masa de la conciencia y la memoria a
través de ‘objetos temporales’ que llevan al consumo gregario estandarizado y
la miseria simbólica, y llaman a la creación de ‘contraproductos’ que
reintroduzcan la singularidad de la experiencia cultural y desconecten el deseo
de los imperativos del consumo”. Pongamos pues pequeños contraproductos en nuestra vidas, son
manchas que limpian.
Javier Brox
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(1) W. Benjamin, Obra de los pasajes, N 3 a, 3, , trad. Jorge Navarro, Ed. Abada, Madrid, 2007.
(2) “Conviene
recordar que las incomprendidas torres de ladrillo de Aragón se erigieron a
raíz de un levantamiento de la albañilería contra la arquitectura, y el gusto
de mirarlas se acrecienta –aunque, a decir verdad, a costa de hacerse algo
bastardo– imaginando la rabia y el
horror que le producirían al pétreo y aplastante Buonarroti” (Sánchez Ferlosio,
Rafael, Vendrán más años malos y nos harán
más ciegos, Ed. Destino, 2001, p. 17)
Sobre Marta Ester Tabuenca:
La obra expuesta: