De Benjamin se podría decir algo parecido a lo que dijo un crítico de arte de El Greco: "…demasiado deliciosamente poético para ser olvidado,
demasiado personal para ser principio de una nueva tradición" (1). No otra cosa muy distinta es lo que Coetzee recuerda que Hannah Arent dijo del pensador alemán , que era "uno de los inclasificables [...] cuya obra no encaja en el orden existente ni introduce un nuevo género" (2). Esa idiosincrasia característica, algo que se atribuye a menudo a aquellos pensadores o artistas poco comprendidos por sus contemporáneos, la resume perfectamente el mismo Coetzee: "Su método característico -acercarse a un tema no directamente sino de un modo oblicuo, avanzando paso a paso desde una recapitulación perfectamente formulada a la siguiente- es tan reconocible de inmediato como inimitable, puesto que depende de una agudeza intelectual, de unos conocimientos ligeramente pasados de moda, y de un estilo prosístico que, una vez que dejó de pensar en sí mismo como el profesor y doctor Benjamin, se convirtió en una maravilla de precisión y concisión" (3).
Adorno mismo no parecía apuntar muy lejos de lo dicho: “Bajo la mirada de sus palabras se transforma todo como si
se hiciera radiactivo…Ninguna ocurrencia de aquel hombre inagotable tiene nunca
aspecto de ocurrencia mera”. Además, leída entre líneas, la observación subraya ese carácter de Benjanin, cuya luz se apaga y enciende como un faro capichoso (ocurrencias, sì, pero nunca meras), príncipe de las iluminaciones, parciales y fragmentarias por su carácter mismo de fogonazos. Incluso personalmente, mucho de lo que cuenta Scholem de su amigo parece trasunto de esa enajenación de la rara avis (doblemente distinta del común: porque son pocos y además muy diferentes de los demás). He aquí algunos ejemplos:
"Conviene señalar que Benjamin tenía una manera muy
peculiar de colocar las comas".
"Lo que no he podido olvidar, sin embargo, es su forma de hablar. Razonaba
con intensidad y se expresaba con gran perfección, sin mirar al público.
Tanto es así que dejaba la mirada fija en una esquina del techo, como si
se estuviera dirigiendo un público que sorprendentemente se hubiera colocado en
ese lugar".
"Lo primero que me sorprendió de él, y que, por otra parte, iba a
caracterizarle el resto de su vida, era su incapacidad para quedarse
sentado durante una conversación"(5).
Por otro lado, Scholem, al igual que otros estudiosos, han insistido, con mayor o menor simpatía, en la ímproba lucha benjaminiana por casar el materialismo histórico con un fondo de su personalidad y de sus intereses teñido por la trascendencia y por el mundo onírico, incluso por el espiritismo: "a partir de 1929, Benjamin interrumpió su obra y se puso a
estudiar la de Marx. Tanta humildad no se vería recompensada porque nunca
alcanzó a ser un comunista aceptable y aun en la actualidad solo los muy
conservadores lo siguen presentando como filósofo marxista" (6).
Quizá, sin embargo, de ese matrimonio poco probablemente feliz, nacieran alguna de sus páginas más iluminadoras.
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Pseudo benjamín
Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora del gesto primero, su existencia irrepetible. En dicha existencia, y en ninguna otra cosa, se realizó la historia a la que ha estado sometido el gesto primero en el curso de su perduración. En el ámbito de la reproducción de la obra de arte, la copia manual es considerada como una falsificación en potencia; pero, en el ámbito de la reproducción de un gesto fundacional de una creencia, la figuración artesana posee el sabor, el olor, el tacto, de lo verdadero, evoca auráticamente el acto primero. Justo lo contrario de lo que ocurre en el caso de la reproducción industrial, en la que el trabajador está subsumido en el producto, como un apocado fantasma que no se atreviera ni a dar un mero toque de nudillo deshuesado a la puerta. En la reproducción artesana hay un reflejo de la divinidad, una invitación a la icodulia, un motivo para la adoración por trasferencia, pues la imagen no ha perdido todavía el hilo dorado de la fe a la que se remite. No es que la imagen en su materialidad posea aura, es que la recibe como reflejo de la santidad de la imagen originaria. En el caso de la obra artística reproducida, no hay lugar a la idolatría, pues la reproducción sería literalmente un apagamiento del aura. Queda por ver si en la reproducción industrial de la imagen resiste el hilo dorado, demasiado frágil quizá para renovarse indefinidamente en serie. La fe tiende a calentar el objeto, pero la mediación de la máquina tiende a enfriarlo, no digamos ya su contemplación, como muestra el gif que aparece sobre estos textos. El aura, entendida como una relación subjetiva entre una imagen y su observador en la que el espectador mira y la imagen, por así decirlo, le devuelve una mirada reconfortadora, parece a punto de fundirse, como si la corriente eléctrica empezara a verse alterada por un conato de bombardeo y los plomos estuviesen a punto de saltar. El fenómeno es equiparable en términos materiales al efecto cálido que nos produce llevar ciertos objetos en el bolsillo. Desgraciadamente, dadas las condiciones del consumo, condenado a repetirse como el gesto de una maldición mítica, el efecto es efímero y necesita ser renovado cada poco. En el universo masculino, quizá sea un coche nuevo el objeto que produce un efecto más duradero. Pero al tiempo que alivia, aliena, pues se trata de una dicha condenada al sufrimiento, pan y acelerador para hoy y revisiones y pasos por la ITV para mañana.
Baudelaire, cuando, tras pasar por un escaparate de una tienda de chinos escribió, “Je ne passe jamais devant un fétiche de bois, un Boudha
doré, une idole mexicaine, sans me dire: C´est peut-être le vrai dieu.” (Traducción: “No paso nunca delante de un fetiche de madera, un Buda
dorado, un ídolo mejicano, sin decirme a mí mismo: Quizá es el dios verdadero”) estaba, sin duda, tomándonos el pelo, pero al tiempo haciéndose eco de la melancolía del que ha perdido una fe que añora. Una fe cuyos ecos está condenado a perseguir melancólicamente. He ahí la verdadera
passante que le haría feliz, su auténtica verónica.
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(1) Longhi, R.,
Breve pero auténtica historia de la pintura italiana, Trad. Zósimo González, Visor, 1994.
(2) Coetzee, J. M.,
Mecanismos internos, Ensayos, 2000-2005, Trad. Eduardo Hojam, Debolsillo, 2010.
(3) Coetzee, ibid.
(4) Adorno, T.W., Caracterización de Walter Benjamin, en
Crítica cultural y sociedad, Trad. M. Sacristán, Ariel, 1969.
(5) Todas las citas proceden de Scholem, Gershom,
Walter Benjamin, Histoire d’une
amitié, Presses Pocket, 1975.
(6) Azúa, Felix,
El País.