“Mi primera observación fue que aquel era el primer país en el que los seres humanos y los animales parecían haber negociado un modus vivendi decente…No vi ninguna señal de crueldad en el trato ni tampoco ninguna señal de impaciencia con los animales, pese a que las vacas deambulan por entre el tráfico abundante y obligan a la gente a pararse. Lo de que las vacas son veneradas en la India es un lugar común. Sien embargo, veneración no me parece el término preciso. las relaciones entre la gente y los animales parecen ser mucho más mundanas: una simple tolerancia y aceptación de la forma de ser del animal, aunque obstaculice la del hombre”. (Aquí y ahora, Cartas 2008-2011, J.M. Coetzee y P. Auster, Anagrama y Mondadori, 2012, p.225-226)
Veo fotos en las que unos paisanos adornan con flores el cadáver de un elefante que ha sido atropellado por un tren en un pueblo situado a unos 140 quilómetros de Gawahuti, en India.
Noticias así son un ingrediente más de ese extraño cóctel que nos ofrecen los telediarios y los periódicos, sobre todo digitales. Vivimos en un mundo de cachos de información que nos llegan a casa como caricias, como piedras o como insípida miga de pan ácimo, imágenes, textos, voces que se empeñan en dulcificar lo amargo o sobreactúan banalmente hasta hacerse insoportables. Con esa manera de hablar o de escribir, tantos periodistas, en la línea del anciano J. Hermida, parecen vendedores a domicilio de emociones, más exagerados que los de la verdadera televenta , que, quizá más seguros de lo que venden, por lo menos se empeñan en detallar con calma las características del producto, una manguera que se estira, un aparato que alarga el pene, un arnés que gracias a un imán limpia las dos caras del cristal al mismo tiempo -se nos cayó al patio en el primer y único uso. Consultas tu facebook o ves el telediario y te enfrentas a un parto real, la gota fría en Asia, Lady Gaga en pelotas practicando el método Abramovic, un viejo perro artrítico que se baña con su dueño (76.4554 visitas en Youtube). Sin religión o ideología, no hay nada que ligue los fragmentos ni ayude a interpretarlos, faltan indicios para saber cuánto te engañan, todo convertido en entropía de la sociedad del espectáculo. Pero es difícil sustraerse a los efectos. El verano no ayuda al ensimismamiento. Se te saltan las lágrimas por el accidente de Santiago, pero dos minutos después estás llamando hijo puta al ladrón de turno o viendo el boletín meteorológico, la méteo, que quizá te asegure un mañana soleado o la bajada de un par de grados de la temperatura. Acaba por fin la tranquilizadora letanía y no recuerdas casi nada de lo oído, pero ha sido uno de los mejores momentos del día.
Después, por vías desconocidas, se conectan los fragmentos de hoy y los del pasado reciente, el elefante indio, y aquella foto de nuestro jefe de estado delante de un elefante muerto por disparos suyos, estampado contra un árbol como si se tratara de un dibujo animado, y piensas que estás más de acuerdo con la muerte fortuita por atropello y la posterior decoración floral que con la derivad de un disparo real. Aunque en realidad, lo que te revuelve las tripas es que a la hora de disparar, el monarca no se lo pensara dos veces y bajara la escopeta, que no le invadiera una sensación de malestar, de duda, que acabara por vencer su afán depredador. Quizá hasta su acompañante se lo hubiera agradecido. Pero, entonces, te acuerdas de repente de otro viejo fragmento informativo que tienes clavado en el cerebro y con el que además coincides bastante, según el cual la religión, que seguramente está detrás de las flores, es opio, y añoras aquellos tiempo en que sabías leer las noticias de la mano de Marta Harnecker y todo te parecía claro.
Apago el ordenador, quito la tele e intento entender en silencio el motivo por el que aquella foto del rey para mí tiende a asumir el valor del gesto que provoca una antipatía definitiva, tan solo mitigada porque se le veía mayor, pidió excusas y quizás quería ofrecer un trofeo real a una bella dama yo diría que finísimamente botulizada.