Heraldo de Aragón, 10-02-2012
Otras entradas sobre la exposición:
Heraldo de Aragón, 10-02-2012
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Imagínatelo,
en una de esas noches memorables
de rara comunión, con la botella
medio vacía, los ceniceros sucios,
y después de agotado el tema de la vida.
Que te voy a enseñar un corazón,
un corazón infiel,
desnudo de cintura para abajo,
hipócrita lector -mon semblable,-mon frère! (Pandémica y celeste, J. G. de Biedma)
Lo mejor para consumar un buen acto poético es no prepararlo demasiado. Pero tampoco conviene dejarlo todo a la improvisación, porque pueden fallar las luces o la calefacción y, aunque los fallos pueden añadir encanto, a menudo, sobre todo cuando se trata de consumar el acto en grupo, acaban por resultar demasiado molestos. Quedarse poéticamente desnudo ante 30 personas exige que la sensación térmica – la expresión mostrenca de moda ahora que ha remitido la prima de riesgo- no contraiga la piel del poema y sobre todo que las letras no se pongan a tiritar. El otro día, en el acto de inauguración de la expo de Charo de la Varga, celebrado el pasado dos de febrero en nuestra Escuela, no hubiera hecho falta recurrir a hogueras, sensuales albornoces, porque hacía calorcito en el hall, o por lo menos yo, después de la introducción, tenía la sensación térmica de arder en caloretas. No hubiera hecho tampoco falta recurrir a ungüentos ni juguetes poéticos de los que anuncian a altas horas de la noche en la tele, pero una poetisa de aire delicado y sustancioso blog, que parece la princesa Silene en el cuadro de P. Uccello, por si acaso, se llevó bien guardada su obra en un móvil modelo iAladino. Lo frotó tres veces y al cabo de interminables segundos de espera pudo leer la segunda parte de su poema, con gran maravilla del público, que en su mayor parte creía que los versos eran totalmente ajenos a la princesa o, si acaso, de alguna prima o sobrina lejana.
Y es que en todo momento dio la sensación de que Silene trataba al fruto de su ingenio como si fuera el hijo de una hermana a la que no se acaba de querer o como si aplicara a los versos esas técnicas de moda hace unos años que aconsejaban no atender enseguida ni coger corriendo a los niños chicos en brazos.
Pero, seguramente, el momento cumbre del acto, la petite morte poética, vino de la voz de Elizaveta. Yo diría que nadie entendió una sola palabra de lo que dijo. Ella sostenía haber leído un poema de Maiakovski, pero bien pudo tratarse del recitado del callejero Ekaterinburgo o de los resultados de los últimos partidos de balónhielo de Yakutsk. El caso es que su voz, sus gestos comedidos, pero enérgicos, sus elegantes giros de torso, con firme apoyo en un sólo tacón, su barbilla alzada en ademán fronterizo entre el desafío y la ensoñación, produjeron un efecto tal en los presentes que más de uno tuvo que mirar a las calavera durante unos segundos, porque se perdía en el deliquio. Yo hubiese querido dormirme en su voz, arrullado dulcemente por sílabas incomprensibles, píldoras de puro placer. Alguien me dijo que parecía poesía fonética, llena de ruidos. Será, pero eran los ruidos de la música de las esferas.
A partir de ahí, entramos en un largo valle verde o azul, en la fase meseta, dicho en otros términos. Voces varoniles, de marineros del mar del norte que recitaban a Mallarmé sin que fallara una sola ese sonora, y ya podía le poète impuissant maudire son génie, que l’azur acababa por triunfar.
Tocó por fin el turno a la representación local, que dejó el pabellón enhiesto. Mujer también de la delicada estirpe de Silene, M. José entonó con brío unos versos cuyo autor desconozco. Sé, a través de Ricaro Duerto, autor de cuantas fotos aparecen en el reportaje, que pensaba
haber recitado a Eliot, pero lo poco que entendí de lo que dijo en inglés no me sonaba precisamente a él. Quien escribe quiere desde aquí mostrarle el más sincero agradecimiento por su amable participación en la pudorosa orgía poética.
No quiero olvidarme, por último, de los dos alumnos de Ricardo que también quisieron consumar, y a fe que lo hicieron, como quizá diría el capitán Alatriste, al que por cierto ni he leído ni leeré. Festejaron de lo lindo. Maggie leyó Testamento, de Charo, que tiene tres versos, pero está a medio caminoentre un dístico de Catulo y una soleá. Lo leyó en inglés, después se atrevió con Neruda y, para rematar la faena, atacó un poema suyo. ¡Olé por esa juventud tímida, pero firme y decidida! Mujer de mundo, Maggie, que espero vuelva a su país con un buen recuerdo de su consumación. También el estudiante franco palestino, cuyo nombre siento no saber, estuvo a la altura de las mejores prestaciones. Tradujo a Charo al francés y se atrevió con el castellano, esa lengua que hablada por quienes no son de aquí a veces
cobra un encanto inesperado, el mismo que tiene la propia casa cuando vuelves a ella después de un mes de vacaciones…bueno, incluso después de dos semanas en la casa del pueblo.
Además de lectores, también hubo publico que miró y oyó, y, llevado por el dulce meneíllo de las olas, se puso a soñar por las esquinas.
O le dio a la cámara del móvil para revivir el disfrute una vez en casa:
O que con lo que verdaderamente disfrutó fue con la croqueta, tan buena como para desfigurar el rostro de quien la probaba:
Llegado ya casi al final, cuando ni la mano que escribe ni el cuerpo dan para más y comienza el torpor a adueñarse de los miembros, no puedo olvidar a quien con justicia quizá quiso más la cámara, pues en torno a ella se celebró la consumación todo el rato:
Otras fotos de las obras y del ágape:
Fotos: Ricardo Duerto
Texto: El patito viejo
Como a quien le sirven un café en un bar al verle aparecer por la puerta, el cierzo tumbó este nido de cotorras del Actur a pocos pasos de mí. Quise usarlo como sombrero, pero estaba demasiado deshecho por el golpe.
La delgada capa de hielo que se había formado en el estanque del Parque del Tío Jorge surcada por indescifrables trazos provocados por el cierzo.
La alambrada de los solares donde se celebra el mercadillo al aire libre, en las proximidades de una de las estaciones ferroviarias más desmesuradas que conozco, Delicias.
Tres versiones de la canción (Segnali di vita) que Pseudobattiato no dedicó al cierzo. Lo hizo a una edad crítica, que en el fondo puede ser cualquiera. Me refiero a ese momento en el que uno siente hasta la médula que debe cambiar, pero en serio, subirse a la columna, como el estilita, o al árbol, como el barón rampante, para ya no bajar más, o irse a la India, o dar las clases de otra manera. A Santo Tomás le pasó muy joven y de ahí nació el género literario de la confesión, pero en Tolstoi la gran renuncia se estuvo larvando casi toda su vida. La llevó a la práctica demasiado tarde y casi no tuvo tiempo de disfrutar de su segunda oportunidad. Buen modelo ese, seguramente el más digno, en el que no se permite el acomodo a la vida nueva:
Il cierzo cambia molte cose nella vita
il senso le amicizie le opinioni
che voglia di cambiare che c'è in me
si sente il bisogno di una propria evoluzione sganciata dalle regole comuni da questa falsa personalità.
Segnali di vita nei cortili e nelle case
all'imbrunire. Le luci fanno ricordare le meccaniche celesti. Rumori che fanno sottofondo per le stelle lo spazio cosmico si sta ingrandendo e le galassie si allontanano