Hace unos meses me llamaron la atención los escaparates de una tienda situada en la parte vieja de Zaragoza. Se acumulaban en ellos, debidamente ordenadas, cabezas de maniquíes sin cara, cubiertos por melenas lisas, rizadas, onduladas, rubias, castañas, morenas, cortas, largas y de medio pelo, y en los estadios intermedios que pueden surgir de cruzar esas características. Era un buen negocio de pelucas, entre cuyos clientes seguramente se contaban, además de presumidos y caprichosos varios, bastantes enfermos de terapias que producen calvicie. Hasta tal punto llegaba la abundancia de pelo natural sobre cabezas inertes que, lejos del efecto cómico que producen las pelucas de las tiendas de disfraces para fiestas, en este caso el espectáculo daba una mezcla de miedo, curiosidad y asco. No se veía a nadie en el interior. Seguramente los tratos con los clientes no se producen a la vista de los transeúntes, sino en algún tipo de trastienda. Además, la gran cantidad de mercancía expuesta en uno de los dos escaparates casi no permitía observar el local. Fue ahí, desde donde se me ocurrió hacer una foto con el móvil, creyendo que no era observado, seguramente porque de alguna manera intuía que la instantánea podía traer cola. Creo que tras disparar dos veces me acerqué de nuevo a la puerta y, al seguir sin ver a nadie, quise hacer una foto al escaparate más grande y vistoso de los dos, el de la derecha. En ese instante surgió de la tienda un empleado de corte relamido, zapato mocasín con trabilla metálica sin calcetín y cinturón de cordón bicolor que quiso arrebatarme el teléfono. Mi perro ni se enteró de las malas maneras del individuo, cuyo cabello también parecía ajeno a los bruscos movimientos que se estaban produciendo. Al no conseguir arrebatarme el teléfono me dijo que tenía que borrar la foto, como si de una intrusión en una planta nuclear secreta se tratara. Después de discutir un rato, sin que en ningún momento pareciera darse por aludido ante mis indirectas a lo hortera que me resultaba su indumentaria, la grima que me daba su pelo y la importancia excesiva que estaba dando a un acto intranscendente, quedamos en que llamara a la policía para que dirimieran ellos la contienda. Habló con alguien, y me dijo que en breve llegarían los municipales, ante lo cual di muestras de aprobación. Mi perro, mientras tanto, seguía ajeno a cuanto ocurría, aunque yo empezaba a sentirme molesto por tener que hacerle esperar tanto. Durante la llamada, me entraron dudas de que hubiera hablado con la policía, en particular, porque me daba la sensación de que, a pesar de que había salido a la puerta de la tienda con el inalámbrico, evitaba que le oyera claramente y, por otro lado, en seguida pareció menos envalentonado que antes. Estuvimos analizando los pormenores legales de la situación, pero creo que ninguno de los dos éramos duchos en la materia y además él no tenía ni idea ni quería tenerla de lo que son los derechos fundamentales del flâneur, entre los cuales se encuentra, sostenía yo firmemente, el de fotografiar horrendos escaparates desde el exterior del local. ya tendrá usted ocasión de denunciarme si hago un uso indebido de la foto. Y él, erre que erre, que no podía hacer fotos de sus pelucas. Al final, como, pasado un cuarto de hora, no llegaba la policía, aburrido ya y con la excusa de que se le estaba haciendo tarde al can para volver a casa, me marché con mis fotos en la memoria del teléfono y cierto malestar, no tanto porque al individuo le desagradasen mis intenciones como por su manera agresiva de proceder.
Llegado a casa busqué en los foros de internet experiencias semejantes y no eran pocos los que las habían vivido. lo que no me quedó claro es hasta qué punto alguien puede impedir que fotografíes su escaparate desde la calle.
Todo lo anterior viene a cuento de la exposición fotográfica “Vietato! - I limiti che cambiano la fotografia” (55 foto di grandi autori), que se está celebrando en la Rocca Ariostesca de Castelnuovo di Garfagnana (Lucca, Italia), desde el 29 de julio hasta el 7 de Agosto de 2011. Los comisarios de la exposición, Giovanna Calvenzi, Renata Ferri e Gabriele Caproni, organizada por el Circolo Fotocine Garfagnana, se plantean hasta qué punto el exceso de celo de algunos a la hora de impedir que se tomen fotos puede traer como resultado la carencia de documentos sobre nuestro modo de vida para las generaciones futuras. Y es cierto que, junto a la falta de pudor de muchos en exhibir sus cosas en público, se está produciendo el fenómeno contrario, el aumento del miedo a ser fotografiado. Si en algún instante el hecho de que un paseante se interesara por un tienda hasta el punto de querer inmortalizarla con una instantánea, podía ser motivo de orgullo y vanagloria para su propietario, hoy en día ocurre lo contrario. Todo son sospechas, temores y suspicacias. La franja que oculta el rostro de los fotografiados en la exposición intenta poner de relieve esos excesos. He aquí tres de las imágenes exhibidas, tomadas de la amplia galería que publica L’Espresso.
Tony Thorimebert
Mario Peliti
Alex Maioli
Y, como contraste, recuerdo los ojos de los retratos de El Fayún, recientemente expuestos en Madrid, su mirada virtuosa, en el justo límite entre la sorpresa, la curiosidad y el descaro, una mirada que refleja al tiempo conciencia y olvido de si mismo, observación y confianza, fortaleza y resignación,esas parejas de cualidades tan difíciles de encontrar, capacidad de atraer sin llamar a gritos la atención,todo un ideal de vida transmitido en una instantánea pictórica, en unos ojos que no se ocultan.