"La obra debe crear la necesidad y satisfacerla. Y, además,
hacer sentir que ni esa necesidad ni su satisfacción estaban a nuestro alcance.
De ahí el infinito recomenzar del deseo" P. Valéry, Cuadernos, 1894‑1915
Los paracaidistas de plástico duro con un paracaídas de
plástico blando se vendían en tiendas como la Quiteria, de Zaragoza, o la de
frutos secos que había a la vuelta de mi cole. Hoy, seguramente, se pueden
encontrar en las tiendas de los chinos, que han heredado el muestrario del
juguete barato.
Cuando por razones aerodinámicas que desconozco, uno de aquellos soldados
bajaba por el aire balanceando suavemente las caderas con los brazos en jarra era la viva encarnación de la ingravidez. Pero la ligereza, madre de la
ingravidez, solo tiene mérito cuando se consigue a partir de lo pesado, cuando
lanzado el peso al aire, se hace que caiga lentamente, dejándonos el tiempo
suficiente para que admiremos los detalles. Una pluma que es llevada por
un soplo no encarna la ligereza a la que me refiero.
Lo que yo sentía al ver al
paracaidista tardar en caer es lo mismo que siento cuando leo una novela
lograda, un poema feliz, por más dura que sea la realidad que describe. Para abajo
tira la necesidad de decir, los trabajos y los días, pero el pulso, el control de la voz, contienen la caída. Arriba y abajo se armonizan en un idilio de ritmos contrapuestos, que poco tiene que ver con el contenido. El buen escritor insufla aire en la
materia densa y, dándole forma, descubre transcendencia en lo sencillo, verdad en lo anecdótico, "esa clase de verdad en la que pensaba Aristóteles cuando
decía que la poesía es más verdadera que la historia, más verdadera debido a su
poder para condensar lo múltiple en lo típico"(1).
Ligero y denso es, por ejemplo, el paseo de arrabal que lleva al pelirrojo de
la Pastoral americana en
pos de su única hija, convertida en una una jainita bulímica, porque Roth sabe
transformar el trávelin del triunfador en el desfile de quien desciende a la verdad,
descubriendo el desolador reflejo que oculta la apariencia; grave e ingrávido es Edmund en Alemania, año cero, de Rossellini, en su camino de vuelta en la medida en que sigue siendo un niño que juega con las sombras de la calle, unas sombras que en su interior se van haciendo de piedra hasta llegar a casa por última vez; densa pompa de jabón es el poeta que convierte la osamenta en polvo enamorado.
El placer del lector, contra el que no hay efecto turifel(2) lector que valga, consiste en participar de esa ceremonia -inteligencia, experiencia y pericia- que
consiste en ver cómo avanza un discurso balanceando suavemente los renglones hasta
posarse.
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(1) J.M.Coetzee, Mecanismos internos, 2007. DeBolsillo, 2010, Trad. de Eduardo Hojman, p.249
(2) R. Sánchez Ferlosio describe el efecto turifel en Vendrán
más años malos y nos harán más ciegos, Destino, 1993.
En palabras suyas, “consiste en una especie de descrédito que va minando
irremediablemente la autoridad de la presencia física de determinados monumentos mundialmente
famosos cuando esa presencia es, por así decirlo, desgastada por el precedente
de una indiscretamente inmoderada anticipación de representaciones
iconográficas”. Otro tanto se podría decir de obras escritas.