miércoles, 3 de febrero de 2010

Rincón de los escaparates (5). Fruterías de lujo.

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En Cádiz, cuando llegaban los géneros de ultramar, los comerciantes se subían felices a las torres de sus casas a ver a los barcos acercarse por la bahía. Supongo que sus mujeres e hijos también se alegraban por las sorpresas que podían tocarles. La dicha que produce el objeto inesperado, insólito, capaz de colmar un deseo que no tiene nombre, pero late a la espera de ser satisfecho, es enorme. Piedras preciosas, juguetes mágicos, mascotas parlanchinas, canicas que llevan dentro una tormenta tropical. Hoy en día no queda casi nada de aquel sentimiento, a penas alguna rareza en forma de artesanía, o alguna pieza de diseño que se suele ir de precio. Y las rebajas, un lugar en que las expectativas se reducen y, por lo tanto, resulta más sencillo irse a casa con el calorcillo de bienestar que producen los objetos con halo, esos que te gusta llevar puestos o en el bolsillo. Quizá sea el móvil el último mohicano de la especie. Yo, de pequeño, recuerdo que cada nueva adquisición doméstica la vivía con emoción. Cuando llegó la primera lavadora automática,  me senté delante de ella y me vi el programa completo. Lo que más me gustó fue el centrifugado, que debe de ser el equivalente de las escenas de cama en una película, un momento en el que el espectador deja de pensar y es todo ojos, o todo ensoñación, pero poco raciocinio. Una cosa alienante, pan, sexo y circo, vamos.

Las únicas tiendas en las que sufro esa especie de hipnosis por deslumbramiento son las fruterías de lujo. Cerezas a 24 euros y del tamaño de un huevo de más de un pajarraco, bananas descomunales que se pueden guardar para la siguiente comida, unos melocotones que yo no me atrevería ni a pelar, y melones que si te caen en un pie te lo averían, amén de frutas tropicales, ajos del color violáceo del pelo de algunas ancianas y patatas con cutis de sueca, mandarinas que te provocan pesadillas al pensar en cómo deben ser las naranjas. Tanto me impresionan estos sitios que nunca he comprado nada, porque, además de lo tacaño que soy, me da reparo entrar y pedir una manzana. Y es que llevarme un quilo  me horroriza, porque en el fondo siento que hay algo imposible de creer en una compra al peso de lo excepcional. Esta frutería de la foto carece de puerta, como si el frío o el calor no le afectara, como si su género fuera tan especial que no estuviera sujeto a las inclemencias de Zaragoza, ciudad inclemente donde las haya.

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2 comentarios:

  1. En el barrio de Casablanca, concretamente en la calle embarcadero hay una frutería que alucinarás, bueno, hay dos, las dos son buenas pero la primera entrando desde Vía Ibérica es para flipar.

    Soy miguelitogg

    mierda de anonimato

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  2. Iré a plipar un rato, pero nada de comprar.
    Saludos.

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