Entre la pulcritud ortogonal de un plano desplegado por vez primera y la solidez tridimensional de una obra arquitectónica recién terminada, se extiende un proceso constructivo a cuyos principales materiales se suma, inevitablemente, la aleación del tiempo. La cámara de José Luis Ortiz merodea ese punto intermedio entre la zona cero y la línea omega. Traspasa el área pública acotada por la señal triangular de peligro y se planta en mitad de la polvareda, ese volátil síntoma del progreso.
Obra en los ojos cobra sentido en ese intervalo creativo, allí donde los sueños de un constructor de sueños adquieren forma y color poco a poco, en el largo periodo que puede mediar de un cerrar a un abrir de ojos. Igualmente, entre el clic de un disparo fotográfico y su enmarcado final hay momentos de maduración en los que las imágenes cambian de piel y mudan sus tonos. Tras fijar el instante de máxima alteración en una eterna fracción de segundo, las fotos mutan y pasan a ser otra cosa. Lo que tienes ante tus ojos es justamente el milagro de esa doble metamorfosis: obras cambiantes que son fotos definitivas, fotos cambiantes que son obras definitivas.
A la manera clásica, se llamó opus in fieri a ese estado en vías de desarrollo. El renacido tema del work in progress es su término actualizado. José Luis participa del signo de estos tiempos, días en los que la trama importa más que el desenlace y en donde nos complace descubrir que el espectáculo final es fruto del arte de los preparativos. Acostumbrados a seguir, con idéntica perplejidad, la preparación de un plato, el cómo se hizo una película o la lenta elaboración del cuadro de un tornasolado membrillo. Embobados en la gestación para atisbar mejor el milagro del alumbramiento.
En las artes espaciales basta un simple parpadeo para abarcar una fachada, un templo, el boceto de una ciudad entera. Pero estamos ante otro tipo de placer, mucho más melódico, como una página arrancada del álbum de esa sucesión de fotos hechas diariamente a la misma esquina por el estanquero de la película Smoke. En donde el paso de una nube o el peso de una sombra son determinantes. Un asunto más arriesgado y más físico. Para digerir correctamente estas fotografías hay que dejarse deslizar por el interior de las tuberías, ser capaz de sentir el temblor de un mecanismo o soportar el fragor de la maquinaria. Y saber mirar a ras de suelo o a la altura de un voladizo para poder atrapar ese espacio temporal, ese provisional lugar de los hechos habitualmente llamado “zona de obras”, donde se sondea y se proyecta, donde se socava y se asciende. Tras el edificio inaugurado o tras la foto positivada, tampoco nada habrá terminado. Ortiz seguirá ahí, puertas adentro, con el sismógrafo en la mano y el calibre en la otra. Proclama desde hace tiempo que, en arquitectura, como en fotografía, lo que se nos muestra es un todo orgánico, un completo incompleto. Variable y vivo, y que no otra cosa es el arte.
José Luis Ortiz empezó a ejercer como arquitecto con una cámara fotográfica en las manos; y, en los últimos años, cuando ha salido a hacer fotos, le he podido ver acodado en la inestabilidad de cualquier valla, asomado a todas las zanjas, como un reportero en época de guerrilla. Y, como si dispusiera de un íntimo doble juego de espejos, consigue sentar a Fotografía y a Arquitectura cara a cara, conversando a pecho descubierto, obra sobre obra. José Luis conoce lo que una y otra podrían enseñarse y hasta callarse en ese vis-à-vis. Así lo muestra.
Obra en los ojos obra –abre– los ojos. Opera en ellos y actúa sobre la retina y más allá. Hasta el punto de que, al finalizar la visión de las obras, seguros del paso del tiempo, sabremos con certeza que esos efímeros momentos congelados por la cámara serán siempre los mismos y siempre diferentes. Las fotografías aquí expuestas volverán a recrearse a cada nueva mirada, y, lo que es mejor, nuestros ojos conservarán (quizás) el color de su iris, pero resultarán irremediablemente otros, mucho más dilatados. Y atentos ya a cada paso, cautivados por el mínimo detalle, al doblar la siguiente esquina nos dejaremos asaltar, a punta de escuadra y de objetivo, por una vieja sensación, acribillados por una vieja, esquiva y caprichosa dama con ojos de diosa. La belleza.
R.D.R.
José Luis Ortiz Ramos (Villanueva de Gállego, Zaragoza, 1962). Se trasladó con 18 años desde su pueblo natal a la ciudad de Sevilla. Allí estudió Bellas Artes y terminó la carrera de Arquitectura, que viene ejerciéndo, desde 1995, en su estudio de la sierra de Cádiz.
Desde la adolescencia se interesó por la pintura y la fotografía. En su caso han ido siempre de la mano, sin saber muy bien qué va por delante. En su primera exposición fotográfica, en el Ateneo de Mahón (Menorca, 1989), presentó fotografías surgidas de sus pinceles, pintando directamente sobre el negativo. A partir de ahí, en las siguientes colecciones siguió experimentando con coloraciones fotográficas (Coloracción, 1998).
Su penúltimo proyecto fotográfico estuvo vinculado a la danza contemporánea. En la presente colección, Obra en los ojos, suma la temática arquitectónica a su personal sello artístico, entre poético y pictórico.
Las otras fotos de la exposición:
Vistas de las obras de la refundación de Zaragoza, con motivo de la Exposición Universal de 2008.
La obra terminada, en particular la arquitectónica, oculta el esfuerzo que costó construirla. Los últimos retoques tienden a borrar los olores, las huellas de las manos que la ejecutaron. El acto de inauguración supone, en ese sentido, un brindis al futuro y una cancelación del proceso previo. Pero la fotografía, algo herida siempre de melancolía, no puede evitar mirar, aunque solo sea de reojo, detrás de las fachadas, los detalles, los vestigios. En su afán por capturar el instante, se siente atraída por lo caduco, por lo variable, por lo que es pleno en el instante previo a su desaparición. El idilio del fotógrafo con lo que ve dura lo que el clic del disparo. Se lleva a casa la imagen en la tarjeta de memoria, pero solo es ya una reliquia de la mirada feliz que le llevó a hacer la foto, memoria digital más que recuerdo palpitante. Quizá, ese viajero que mira el horizonte de las obras de la Expo Universal 2008 de Zaragoza (Zaragoza IV) encarne la suerte del fotógrafo, la confluencia entre la voluntad de fijar lo visto y, al tiempo, la inevitabilidad de que el tiempo lo arrastre. En ese territorio se gesta el arte. Otro tanto podría decirse del esplendor carnal de esa mujer a punto de escapar de la cárcel de las obras del tranvía (Zaragoza III), aunque esta vez sea el fotógrafo mismo quien vivió el idilio fugaz con la passante.
En 2008, Zaragoza fue refundada parcialmente y como el tiempo de los héroes legendarios de las urbes míticas ya había pasado, ningún Rómulo maño tuvo que matar con sus manos a Remo, gemelo suyo, porque este había osado traspasar el surco que el buey y la vaca uncidos por su hermano habían trazado como límite sagrado de la ciudad. Desde entonces, la división del trabajo ha cambiado mucho y en Zaragoza la partida se jugó, por lo menos, a cinco bandas: el público en general, que miraba y sufría las obras; los voluntarios, que, disfrazados y con enorme empeño, hacían lo que podían; los políticos, que habían decidido qué había que hacer, azud y navegación del río incluidos; los arquitectos/-as, que, según dicen, a veces, controlaban el progreso de sus obras desde un helicóptero; y, por último, los currantes de las obras, a quienes está dedicada en su mayor parte esta exposición. Me olvidaba de Flubi, pero casi mejor.
Las fotos de José Luis tienen la fuerza de lo que hubo detrás de la Expo, su sala de máquinas puesta al desnudo, a través de imágenes que a mí, que soy ignorante del hábil uso artístico de Photoshop, me parecen pruebas de autor de un fino grabador que hubiera usado un tórculo digital para conseguir que la tinta fuera la luz cambiante que crea las formas. El legado de la Expo se puede ver siguiendo el curso del río, lo que se ve en estas fotos ya no se puede ver en otro sitio.
Javier Brox
Otras fotos no expuestas de José Luis Ortiz: