jueves, 5 de abril de 2012

Depósitos de agua, torres más altas han caído, pero eran menos elegantes

Los grandes depósitos de agua pertenecen al sueño ilustrado de la arquitectura. Son hermosos, suelen estar diseñados con alguna limitada variación, algún rasgo de estilo del quien los proyectó, pero dentro de un estricto orden. Todo obedece al fin último de su uso, al contexto en el  que se sitúan, a un afán por aunar ligereza, impulso hacia el cielo y peso, el del agua, como si su ideal fuera el del ciprés de Silos, enhiesto surtidor de sombra, pero con un inmenso barreño colocado encima de él. Sus raíces son tan sólidas como poderosa la voluntad de ascender que los recorre. Podrían ser cabezones, pero los más hermosos son armónicos, puro equilibrio, como móviles gigantescos paralizados, mínimas variaciones sobre una estructura común que recuerda juegos como el viejo Mecano o esos robots que puedes poner en distintas posturas, estirando y encogiendo sus piernas o brazos, pero que al cabo no dejan  de ser el mismo ser con distintos trajes. Si hasta la Torre de Saruman de El Señor de los anillos, una película excelente para echar una cabezadita de vez en cuando, podría ser un inmenso depósito de agua. 

El siguiente video corresponde a la voladura controlada de un depósito de 1951.

Detalles de la obra Water towers , de Bernd Becher e Hilla Becher, 1972 (Museo de Arte Reina Sofía, Madrid):

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Otros depósitos:

Moisei Reisher, 1929

Antiguo deposito de agua de Delft.

Canal de Isabel II en Madrid

miércoles, 4 de abril de 2012

Pan sin sal, gioconda ma scipita, la Gioconda del Prado

Quizá calcadas del mismo cartón, las dos Giocondas, la del Prado y la del Louvre se parecen mucho, pero en el fondo no se parecen nada. No se podría decir, sin embargo, que se parecen como un huevo a una castaña, sino más bien como el jamón serrano del montón, o quizá ibérico de cebo  a un buen Jabugo.  En términos artísticos, una, la del Prado, casi solo posee interés documental, y la otra encierra el misterio de la vida congelada, la que queda cuando un gran pintor da por acabada una obra. Una, la del Louvre, es tutta sale e pepe, toda sal y pimienta, y la otra es sosa, como las personas que solo tienen apariencia. Si hubiera que ponerle al cuadro del Prado un título, le iría que ni pintado uno de un cuento de O. Wilde, La esfinge sin secreto, que narra cómo alguien se enamora  del rostro de una mujer que a la postre se descubre sin interés alguno. Es un tema muy del gusto del Baudelaire que estudió Benjamin, el del paseante de la gran ciudad que se va quedando colgado de miradas instantáneas de las mujeres con las que se cruza (À une passante), promesas efímeras de felicidad. Sin embargo, la Gioconda de Leonardo más que prometer cela un secreto, un misterio que solo estaba en la cabeza del autor, pero de cuya estela no es difícil que el espectador se haga eco. Basta con mirarla para entenderlo, a pesar de los devastadores efectos ligados al síndrome turifel . Otra cosa es intentar formular esa enigmática mezcla de dulzura, seriedad y tímida picardía, reproducirla con palabras.
La Gioconda o Mona Lisa

lunes, 2 de abril de 2012

Tender la ropa, tenderse sin ropa

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Bruno Stefani, Calle veneziana, s.d. (1949), mm 393x293
(stampa fotografica in bianco e nero, gelatina bromuro d’argento su carta baritata)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Se tiende la ropa como se sacan las miserias a pasear, de verdad o para coquetear, para mitigar el mal olor que nos atufa. La necesidad de aire es universal, hay algo en nuestros trapos sucios que nos hermana con los demás, aunque no quieran compartirlos.

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Hasta en el rechazo hay reconocimiento. A veces, un hombro que se aparta con tino es mejor que otro que se encuentra demasiado a gusto bajo nuestra frente. Entre las dos reacciones, la que nos acoge y la que no quiere saber nada de nuestros espejos rotos, puede haber la misma distancia que hay entre entre el aire viciado y la brisa de la sierra. El sufrimiento, como la suciedad,  reclama ventilación, aunque sea en la barra miserable de un bar de los que todavía usan serrín, basta compartir el mismo aire.

Yo hace tiempo que tengo secadora en casa, algo parecido a disponer de un psicólogo de confianza siempre que se quiera. Está bien, pero, por más técnicas que usen para ponerte en trance, es distinto a encontrarte con quien quieres o con quien odias. La secadora me crea sensación de extrañamiento en relación a los habitantes de cuyos balcones veo con embeleso colgar prendas, sobre todo al llegar el fin de semana, cuando el traje de faena se

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puede lavar sin prisas. El otro día, la aristocrática Toya, una de las madres protagonistas del programa ¿Quién quiere casarse con mi hijo?, se quejaba de un barrio en el que vivía una de las pretendientes de su hijo, porque las calles estaban llenas de ropa tendida. No le parecía bien, los pijamas al viento airean lo íntimo, que en la cultura de la contención debe quedar en la intimidad. Enseñar no es elegante y da armas al enemigo, que puede estudiar nuestros puntos flacos, pero en las casa pequeñas no hay espacio para tanta colada y se impone aprovechar los balcones, a veces convertidos en trasteros. Cada acto doméstico encierra un significado profundo que va más allá de su neutra apariencia. Intalación de Hans Haacke

Tender la ropa concentra en mi caso un puzzle de viejas obsesiones, todas ellas ligadas al equilibrio, quizá al orden mínimo, pero imageimprescindible para disfrutar de la vida, sucio proceso de ingesta, metabolismo y expulsión, de la comida o de los sentimientos. Tender permite reubicar lo vivido, seguir adelante, volver a usar nuestro pobre aliño indumentario. Si hay una imagen de vecindario que me reconforta es la de aquellas ciudades en las que las fachadas de dos casas, frente a frente, permanecen unidas por la cuerda de tender, cuyo ruido, al girar sobre su goznes tiene el aroma del mejor arte, el que nace de la necesidad.