They haven’t got no noses,/The fallen sons of Eve...The brilliant smell of water,/The brave smell of a stone,/The smell of dew and thunder,/The old bones buried under,/Are things in which they blunder/And err, if left alone (Chesterton,The Song of Quoodle)
Casi en la esquina entre el paseo de Echegaray y Don Jaime, junto a la lonja de Zaragoza, hay un caballito con ruedas de bronce sobre el que a menudo la gente se hace fotos. Cuando mi perro era pequeño y lo vio por primera vez tuvo miedo y hasta que no se acercó para olerlo no se quedó tranquilo. También le pasó algo parecido con aquel falso oso greezly que pusieron durante una temporada a la puerta de las tiendas Natura. Y eso que a los perros, como a los humanos, suele bastarles con la vista para entender el mundo. Sin embargo, ante la mínima duda, confirman sus hipótesis con el olfato y después las sellan con una meada. Los humanos para asegurarnos de algo a menudo tocamos. Como dice el proverbio,ver para creer y para no errar, tocar, aunque en ocasiones, como, cuando, por ejemplo los alimentoso las situaciones huelen mal, también nos fiamos bastante de la nariz. El arte suele jugar con la ambigüedad de lo real, potenciando los estados intermedios en que no se sabe si algo es o no es lo que parece, como si la segmentación de la realidad que hacemos con el lenguaje tendiera a desaparecer en una especie de continuo y el perfil que diferencia un objeto de otro se difuminara. Es más, a veces el arte nos descubre la valencia oculta de las cosas, como ocurre con los objetos encontrados, los objets trouvés, que sin dejar de ser lo que se disuelven en ecos, reminiscencias, connotaciones. En este caso, es a través de la descontextualización de la obra como accedemos a otra verdad que se sitúa mas allá de la apariencia o de lo ordinario. Pero en la obra de L. Freud que aparece al final de esta entrada ocurre, en cierto sentido, lo contrario.
Foto de L. Freud (Jane Brown). Galería de imágenes.
En Paris, en el Centro Pompidou se ha inaugurado una exposición de este pintor, nieto de Sigmund y uno de los pintores vivos más importantes del panorama internacional. Sus feos cuerpos desnudos resultan, a menudo nos conectan con el lado triste de la vida, con una una verdad que nos incomoda, la del deterioro, la de la carne que se reblandece y la de una vida que a medida que pasa el tiempo es cada vez más triste. Nada de caminos hacia la sabiduría, sino un lento y visible trayecto solitario, a menudo, hacia una vulgar muerte. O peor aún, como si siempre hubieran sido así, con una mezcla de indignidad, para quien vive en las apariencias, y de tenaz afirmación de sí mismos de su singularidad, sin estridencias, pero sin renunciar a sí mismos, un poco como los heroicos antihéroes de Coetzee. Muchos de los cuerpos retratados son gordos, pero no tienen nada que ver con esos muslos apretados y tersos de Botero, los de la alegría de la carnes. Se acercan más a las figuras de Rubens, pero pasadas por una especie de expresionismo existencialista (La chair est triste, hélas!…pero no hay dónde huir ni salvarse).
Es como si Freud quisiera sacar no lo mejor que hay en cada uno, ni siquiera una versión afable para el espectador, sino una verdad que desprecia toda vanidad, la verdad que podría unirnos a los demás si la aceptáramos y compartiéramos, pero contra la que luchamos a tortas, inútiles, por cierto. Y en L. Freud la verdad se viste de una irremediable flaccidez, trasunto del combate perdido, si es que lo hay, contra el tiempo. Estos retratos de Dorian Grey no salvan del desgaste a sus modelos, sino que lo registran sin piedad, aunque, por otro lado, en sus cuadros no son infrecuentes las parejas o los pequeños grupos solidarios de personas.
Dos desnudos y el famoso retrato que hizo a Isabel II.
Da la impresión de que en el Pompidou no han querido abrumar con la amarga verdad y han preferido mostrar otras cosas, entre ellas ingeniosidades como esta que copio de Libération:
Photographie de Lucian Freud, Le Jardin du peintre avec Eli. © David Dawson, courtesy of Hazlitt Holland-Hibbert, Londres
Quizá sea mejor no saber si es una foto casual de un cuadro que está en un estudio o la escenificación de un proyecto sobre la verdad y la ficción. Lo cierto es que el perro supone una potenciación o explosión de realidad, un recuerdo velazquiano de que una cosa es la pintura de plantas y otra las plantas, aunque seguro que él también ha vacilado y, en el fondo, al mear ha dado marchamo de realidad al conjunto, más allá de este juego de espejos. Algo en la obra invita a seguir mirando, al ensimismamiento, aunque también hace que despierten las ganas de dar por vista la obra e ir a dar una vuelta, que es lo voy a hacer yo ahora si me decido a no volver a plantar la mirada sobre ella. Cuando vaya andando por la calle sé que seguiré desconcertado y en la misma medida, cuando mi perro levante la pata para marcar lo que otro perro ya había marcado, complacido, porque a mí lo que me gusta son estas realidades complejas, que uno no sabe por dónde coger, pero con un punto de fuga, un asidero, un fuerte aroma natural…Mon chien, mon semblable, mon frère.