Jean Settour dans sa cave, Les Halles, 1979 © Atelier Robert Doisneau
Desaparecieron las calaveras de la escuela, porque terminó la exposición de Charo de la Varga. La última noticia que he oído sobre sobre esta prometedora artista le atribuía la nacionalidad mejicana. Non è vero ma è ben trovato, desde luego. Antes, me habían llegado ecos de que era una réproba salida de un convento, donde, a cambio de cursillos sobre el uso de facebook impartidos a las hermanas, habría aprendido y mejorado la técnica del ganchillo, también llamada crochet por los afrancesados aragoneses.
Entre el público que ha visitado la expo había varias corrientes. El contingente más ingenuo -cuyos comentarios, tipo los niños Gallifantes, son los que prefiero- se fijaba en el primor del ganchillo. Seguramente, gracias a la referencia a la depurada técnica, a la que muchos no eran ajenos por tradición familiar, estos maños evitaban enfrentarse a la irónica crudeza de las imágenes expuestas, vinculadas en su mayor parte a la muerte. Y es que quien se consideraba mejor en el uso de la aguja (“Tendrías que ver lo que soy capaz de hacer yo a ganchillo”, comentó una mujer de avanzada edad, con cierto parecido al Capitán garfio), a veces se sentía molesto ante tanta calavera, y no faltaron los que llegaron a decir que para eso –sin precisar más qué era eso- ya tenían el cementerio de su pueblo a escasos diez minutos de su casa.
Tanto cráneo pelado, desde luego, ha producido efectos extraordinarios un poco en todos. Al colgar la siguiente exposición, de tono y contenidos muy distintos, hubo algún profesor que respiró aliviado ante la perspectiva de no tener que enfrentarse todos los días a la inquietante no mirada de las cuencas vacías de tantos ojos que un día cerró la postrera sombra.
Quien esto escribe también ha sufrido trastornos del alma debidos a la cercanía con las obras, aunque casi hasta los últimos días de la exposición no se hicieron del todo manifiestos a través de un notable cambio de comportamiento. Ocurrió que, afectada la artista por melodramáticos alifafes de oscuro origen, hube de desmontar yo las obras. Podría decir que la tarea me hacía incluso ilusión, dado que me iba a permitir una intimidad con los objetos de la que no había gozado hasta entonces, porque fueron otros los que montaron la exposición y cuando yo llegué a la Escuela aquel día me la encontré ya magníficamente instalada. Impelido por cierto inusitado afán de protagonismo -quizá un primer síntoma del mal de calavera que después ha ido cobrando mayor fuerza en mí- intenté entonces meter de rondón un porta velas y unos crisolines con la excusa de que podían hacer la función de punto de fuga para la pieza llamada Tête era (todavía hoy me sonrío al escribir su título, señal de que aún no estoy curado del todo del virus). La artista segó sobre el feo terrazo del suelo de la escuela toda iniciativa mía con una va(r)ga apelación a la necesidad de sobriedad, consciente seguramente, sin embargo, de que lo que yo quería era hacerme notar, como luego no he podido evitar volver a intentar con motivo de un poema visual sobre el que debo callar. Lo único que conseguí , gracias a los comentarios trufados de queja de J. Burguete, fue cobrar conciencia de hasta qué punto el Rincón del gato podía resultar encantadoramente inadecuado para las exposiciones. ¡Ah, y en el último momento, inspirado por la desesperación de no haber aportado nada al montaje, se me ocurrió poner el atril sobre el que lucía la Tête era en escorzo! Un poco por las prisas, la artista aceptó la modificación y yo me quedé, como quien se rasca un habón reciente, un pelín menos frustrado.
Volviendo al orden cronológico de la reconstrucción del avance de la enfermedad calavérica (calaverica, en dialecto local) , tengo que decir que, como todo proceso maligno, al tiempo que daña, también es fuente de conocimiento. Así, al desmontarlas, feliz con la idea de que el desmontaje en solitario iba a compensar mi ausencia durante el colgado de las obras, fue como aprendí que cada pieza está primorosamente hecha, lijada, barnizada, tratada con todo tipo de afeites embellecedores y antiedad, o lo contrario, cuando el caso lo requiere; comprobé que el crochet está tratado con filtros mágicos que pueden llegar a mantenerlo tieso como mojama durante cien años y un día; que ningún elemento sobra ni baila, salvo el delicado anzuelo nupcial de Ajuar, tan peligroso como apetitoso de morder, porque está hecho de una sustancia dulce y maleable por fuera y dura como mallacán por dentro (betún de Judea, tratado con almíbar de piña emulsionada en frío, y resinas de alcornoque manchego, más otras sustancias no reveladas). Pero, poco a poco, según iba descolgando y tocando las piezas, noté que una ebriedad apenas disimulable se iba apoderando de mi. Cuando un colega me preguntó si iba a colgar aquel mismo día la siguiente expo, un repentino hipo y una brevísima carcajada me hicieron comprender que ya no había nada que hacer, que estaba enfermo hasta los huesos y que en aquel estado acabaría cometiendo alguna tontería. Apenas pude acabar de descolgar el resto de las piezas antes de subir corriendo a encerrarme en mi despacho. Me senté, respiré tan hondo como pude y decidí que tenía que cometer un pequeño sacrilegio para aliviar mi estado y drenar mis densos humores. Solo a través de la lisis veía una posible mejoría. Era consciente de que así no me curaría, pero al menos podría coger el coche sin excesivo riesgo de accidente y llegar a casa. Después, llamaría a algún curandero para que con una buena ración de performance médico mágica comenzara a tratar mi mal.
No hubiera sido capaz de un acto sacrílego de grandes dimensiones como aquel de Proust con una foto familiar o de dejar las obras a la intemperie en la terraza que hay junto a mi despacho. Tampoco me veía con fuerzas de emplear el diente -ya jodido en anteriores episodios del género, porque he de confesar que no es la primera vez que me ocurre algo así- contra la madera ni el ganchillo. Mucho menos, me sentía capaz de pinchar una de las calaveritas en el anzuelo y morderlo como si fuera el postrer bombón de mi blanca existencia. Pasé las de Caín durante unos minutos, hasta que se me ocurrió hacerme unas fotografías cometiendo un acto de claro abuso de confianza, expresión infantil del respeto excesivo, para publicarlas en este blog. Así lo hice, en parte con la ayuda inconsciente de Andrés Guerrero, que me retrató pensando que, en lugar de jugándome la vida, estaba de broma.
Valgan estas flores de plomo/balas de flor como aviso para que, quien haya de vérselas con influyentes obras artísticas, sepa que su influjo puede
llevarles al ridículo, un ridículo que no me importa mostrar con tal de que sirva para evitar el de otros.
Isaac G. Salazar, di Artesia, New Mexico (lapresse)