La mayor parte de las librerías actuales carecen de fondo de armario. Están llenas de novedades, estratégicamente colocadas en función del poderío de las editoriales que las publican. Pero, si vas a buscar algún libro que supere los dos años de edad, estás listo. El diseño de sus interiores no debe producir un volumen de negocio suficiente como para que existan potentes empresas que se ocupen de hacer lo mismo que con los falsos bares o restaurantes temáticos, italianos, del lejano oeste, mejicanos, coloniales, hawaianos. Montados en día y medio, dan la vaguísima sensación de tener decenas de años de vida a sus espaldas. Pero todo llegará y veremos librerías de novedades con olor a centenarias, el equivalente a los parques temáticos que reconstruyen pirámides o los casinos que recrean venecia a tamaño natural. Porque lo que cuenta es eso, la vaguísima sensación de ser feliz, de podérselo permitir, de ser padre, de que las fotocopias que adornan las paredes son documentos auténticos, de que los rinocerontes son tan grandes o más que los de verdad, etc.
Por suerte, quedan algunas librerías que acumulan volúmenes como si el sueño fundacional de la vocación del librero, que es reunir todos los libros del mundo en su negocio, no se hubiera extinguido. Antígona, en la calle Pedro Cerbuna, no es la única en Zaragoza, pero creo que es la que tiene las estanterías más hambrientas y surtidas. Y no digamos la mesa central, que cuando se acabe por hundir bajo el peso de las palabras que acumula dejará un hermoso y privilegiado cráter. Es una Babel de disciplinas, autores, ejemplares nuevos y viejos, que no puede acabar bien. Solo es posible entender que los tablones alabeados no hayan cedido ya por oscuros campos magnéticos de cuyo secreto es dueña la pareja que regenta el local. Su puerta de entrada también tiene poderes extraordinarios. La fuerza de atracción que ejerce es tremenda, tanta que evito acercarme demasiado al escaparate todo lo que puedo, que no es mucho. Silbo, me acuerdo de la peluquería de Amelia, que está cerca, añoro la vieja sede a la vuelta de la esquina, en Giménez Soler, con oleos de P. Simón y aquellas magníficas fotografías de escritores, pero sé que tarde o temprano, a menos que las greñas sean insoportables, acabaré absorbido hacia el interior. Después, saldré de allí barruntando dolor de cabeza, porque hay definitivamente demasiados libros y, como cuando era niño y me llevaban al zoo, no sé dónde mirar, qué tocar, si leer la contracubierta o ir directamente al precio, si estirar el brazo y coger la rareza que veo al otro lado de la mesa o pillar un fajo entero de obras e ir mirándolas de una en una. Cuando me decido a hojear algo aparece de repente otro reclamo que me hace tropezar, a veces no solo en sentido figurado. Me agoto, disminuyen las defensas, me siento cercano a la compra, me repongo, dudo si la jaqueca va a ser mayor si me doy el capricho o si resisto.
Por fin, cuando logro escapar de este ombligo del mundo salgo despedido hacia la calle con una sensación parecida a la que se tenía cuando las ventanillas del tren se podían abrir y, tras sacar la cabeza, la metías en el vagón otra vez, como si volvieras de otra galaxia al mundo ordinario, despeinado pero contento. Pero no, ni siquiera estás de nuevo en la vida ordinaria cuando has franqueado el umbral, porque la pareja en cuestión ha puesto una estantería de metal con cosas viejas en el exterior. Y como Baudelaire con los fetiches del todo a cien, que se preguntaría si no son el dios verdadero, me planteo si no voy a encontrar entre tanta metralla el libro de los libros, aquel que contiene el Nilo en la palabra Nilo.
Otra librería, pero esta sin ninguna novedad, enteramente dedicada a libros viejos, era la de Manolo, hoy convertida en otra cosa. La última vez que la vi antes de cerrar también vendía punching balls de entrenamiento. Era una librería papelería, como las de barrio, pero en el Tubo de Zaragoza, detrás del engendro de pasaje sin aura de Puerta Cinegia. Vendía poco, por decir que vendía. A mí me gustaba pasar delante de ella, aunque como me daba un poco de miedo pasaba deprisa. Mi perro, sin embargo, siempre encontraba un motivo para detenerse, que si un olorcillo que salía de la puerta, que si una meadita entre la fachada y el suelo. Una vez salía de allí una luz intensa a través de la rendija. Esto es lo que mi cámara captó, digo mi cámara porque yo no tuve valor para fijarme bien en lo que fotografiaba.