...recuerdo cómo, juntándonos ocho o diez chavales y chavalas por el camino solíamos ir a la escuela bordeando la llamada bahía de Chingudi (o sea: la ría de Bidasoa) y cómo cuando había marea alta, veíamos flotando cerca de la orilla perros muertos que luego, al volver a casa ya con la marea baja, se habían quedado incrustados en el barro, inflados y apestando el aire. Pero, dos o tres veces lo que vimos no fueron perros muertos, sino cadáveres de hombres. Y es que, cunado coincidiendo con altas horas de la noche, la marea baja reducía la falsa bahía al estrecho canal del que ya he hablado páginas atrás, gentes que se habían quedado sin poder salir a Francia se echaban al agua para intentar cruzar los quince o veinte metros del canal, y en aquella casa nos despertábamos todos cuando oíamos el traquetreo de la ametralladora que les disparaba desde la motora franquista que patrullaba las aguas. La madre de Marichu, sobresaltada, gritaba en euskera: "¡Ay, ay, ay! Pobrecillo, pobrecillo (guisajoa, guisajoa) , que no lo maten, que no lo maten". Y por la mañana si le habían matado intentando pasar a Francia, lo veíamos nosotros flotando en el agua de ida a la escuela y, con la siguiente marea baja, como los perros muertos, incrustado en el barro, casi casi frente al consulado (Carlos Blanco Aguinaga, Por el mundo, Alberdania, 2007, p., 64-65)Leo la descripción que Kepler hizo de sí mismo a los veintiséis años, medio en serio y en tercera persona (Banville, J., Imágenes de Praga, Herce 2008, p. 165), señalando su semejanza con un perro, una especie de miniretrato del investigador as a young dog:
Y pienso en cómo sería mi versión perruna. Pospongo la cuestión, ahorro a los visitantes un retrato sarnoso, porque tengo demasiado cerca un hermoso ejemplar de can y la comparación con algunas de las virtudes que me gustaría que me adornaran se decanta claramente a su favor. Sin embargo, me acuerdo de una serie fotográfica muy reciente, incluida en el libro Dogs, de Tim Flach, algunas de cuyas instantáneas publica hoy Repubblica:
…Y se me vienen a la cabeza citas sobre estas personas no humanas, muchas contenidas en el hermoso libro de Roger Grenier, La dificultad de ser perro (Alba editorial, 2001), cuyo original se titula Les larmes de Ulysse (Gallimard, 1998), aunque hubiera debido llamarse no las lágrimas, sino la lágrima de Ulises. Como es sabido, el rey guerrero, al volver a casa y encontrar a su perro Argos, el único que le reconoce de inmediato, en un estado lamentable, derrama una sola lágrima, pero una sola, igual que los héroes románticos (1).
Rilke zanja la cuestión, diluyendo una barbaridad la entidad perruna: “Ni incluido ni excluido”. Ni bárbaros ni ciudadanos, en términos griegos. Martin du Gard insiste en “esa lastimosa necesidad de creer que se distingue en la mirada de los perros”, pero yo no diría tanto viendo estas fotos. Tal vez la anécdota que cuenta E. Levinas aclare las razones del agradecimiento a los perros, el afecto que puede llegar a sentirse por ellos, nos semblables, nos frères, con los que compartimos casi toda nuestra condición, como intuyó Goya en su pintura negra titulada El perro (3). Como parte de un grupo de prisioneros de guerra judíos pertenecientes a un destacamento forestal, Levinas “vio que a los ojos de sus guardianes y hasta de los transeúntes ya no pertenecía la especie humana. Luego un perro vagabundo se unió a ellos. “Para él –era innegable- fuimos hombres.” (Citado por Grenier, p. 16). Y es que quizá la endeble condición humana necesita de los ojos de otro para constituirse. Y ese otro, a veces, es mejor que no sea humano.
El epitafio de Tycho, el jefe de Kepler durante tanto tiempo puede leerse como un anhelo de autosuficiencia frente a la mirada del otro:
Ser antes que ser percibido.
El epitafio de Kepler, tiene una coña cínica, palabra que hace mucho leí que etimológicamente tiene que ver con la raíz de perro en griego, kynos:
Medí los cielos, ahora las sombras de la tierra mido/En el cielo mi mente, en la tierra mi cuerpo descansa (2).
(1) Vid. “Una sola lágrima, pero una sola”: Sobre el llanto romántico, Sebold, Russell, en Trayectoria del romanticismo español, Ed.Crítica, 1983.
(2) Los dos epitafios aparecen citados en la obra de Banville a la que se ha hecho referencia, p., 177 y 186
(3) “Es posible que este perro sea un figura mitológica, forme parte de un discurso narrativo…Pero ya ha producido, y produce, su efecto, ya podemos identificarnos con esta imagen, que habla directamente de nuestra situación y corrige el eventual optimismo de la modernidad. No sabemos si el perro se hunde o no, sólo podemos verle en el preciso momento en el la ambigüedad domina la situación y por ninguna parte aparece terreno firme sobre el que apoyarse… El perro es la representación más rigurosa de la soledad y la falta de seguridad, de la autoconciencia de esa situación, de su carácter absoluto. Bozal Valeriano, Goya, Madrid, Alianza cien, 1994, p., 57.
El perro aquél aulló varios veranos/siempre solo en la casa abandonada.//Aún sigue su terror en mis oídos/, dentro de mí aúllan/ (con el miedo de Cristo abandonado/en el viejo olivar)/las fauces de aquel perro, tan sediento/de alguna compañía,/en aquel cielo azul que se apagaba/por entre las palmeras y naranjos/donde mi juventud/se miraba en el mundo.//Yo soy ahora el perro, que aún no ha muerto,/y soy también el miedo de Cristo abandonado/en el viejo olivar,/bajo los astros fríos.//Mis tres fauces:/del animal que soy/de Dios (que me abandona)/y estos restos de espíritu y de carne/que se muerden. (F. Brines)