CAREX IDAEA
…demasiado deliciosamente poético para ser olvidado, demasiado personal para ser principio de una nueva tradición. (R. Longhi)
Me he pegado un verano entero de pichiciego a vueltas con el maldito pintor. Todo el rato me venía a la cabeza la frase de la película
La bruja novata, “será un rembrant, un greco o un toulouse lotreco”. Los estudios Disney han acumulado unos cuantos brillantes retruécanos artísticos. “Si no es barroco es barraca”, decía con mucho sentimiento el amanerado mayordomo de
La bella y la bestia. Con la alusión a los pintores, la bruja rendía seguramente homenaje a tres maneras inconfundibles de pintar el mundo. De las tres la única misteriosa es la del Greco. Después de muchos años, veinte, quizá, sin hacerle caso, he vuelto a frecuentar sus cuadros, como un reencuentro casual en el metro con una vieja amiga, en la estación en la que la besé una tarde. Me he puesto a hablar con ella y he sentido esa euforia que borra de un plumazo veinte años de ausencia. Lástima que no haya podido ir también a Toledo, a ver si algún recuerdo me asaltaba por las callejuelas. Pero la casa del Greco no debe estar ya como la conocí, y la estación del metro se llama Vodafone Sol. ¡Veinte son la hostia de años! El reencuentro con el Greco ocurrió en un cursillo de esos para cobrar los sexenios. Cursillos de formación
et pecunia olent… y como una boa cincuentona con un exquisito antílope entre sus anillos he pasado todo el verano intentado digerirlo.
Fui y volví de la biblioteca cargado con libros. En el Vips de Neptuno compré los tomos de J. Álvarez Lopera, rebajados de ciento y pico euros a diez -el Greco siempre a vueltas con los segundos precios. Hasta hice fotos en la Academia de San Fernando de la biblioteca de Lafuente Ferrari, uno de los estudiosos que sufrió el picotazo del tifus theotocopulista. Todo, con tal de intentar aclarar las sombras de una emoción repentina. También estuve en el Jardín Botánico. Me parecía que una flor de Creta me daría una explicación de por qué había vuelto a encenderse aquella luz. Sólo quedaba la cartela (Carex Idaea), ni tallo ni flor, síntoma equívoco, que diría Deleuze. También dí con un bar por Moncloa con su nombre. Le pregunté al dueño por qué lo había llamado así. Me dijo que porque su mujer toledana, cuando eran novios, le decía que tenía dedos de Greco. Claro, le contesté, y me puse un poco colorado. Después, durante un viaje de trabajo, me quedé mirando el San Juan Evangelista de Valencia hasta comprobar que la guía con la que había hecho aquella visita tenía razón. El Greco usaba un pincel rácano de óleo sobre fondo uniforme. Le servía para un roto y para un descosido, y las sobras de pintura le bastaban para pintar nubes. Lo mismo que me estaba pasando a mí con los recuerdos. Retrasé la vuelta a casa para poder ver las obras del pintor de la colección del Patriarca, custodiadas, por cierto, por un enorme cocodrilo disecado que impone silencio a los visitantes.
Y entre tanto me acordaba de la guía de la visita de julio. Comentó cuatro obras de una exposición
La belleza disecada, entre ellas, el
Caballero anciano, -¡de no más de 40 o 45 años! - y la
Huida a Egipto. Oyéndola, tenías la misma sensación que al volver a casa de niño después de las vacaciones de verano. Los mismos picaportes, los mismos muebles, todo igual, pero como si fuera extraño, como si lo conocido se hubiera renovado por efecto del mes de ausencia. En la exposición, el efecto estaba conseguido a través de un ámbito ficticio, un apartamento de 200 m2 en el que las obras, sacadas de las salas donde pueden contemplarse habitualmente, renacían. La guía dijo cosas pintorescas: que la combinación de colores de otro cuadro de san Andrés anticipaba las mezclas de tonos de Yves Saint-Laurent o que el retrato de Jerónimo de Ceballos era un Bacon
avant la lettre, así, en francés, con buen acento. Yo que no enseño arte, sino lengua, aprecié el esfuerzo. Por lo demás, tenía un seductor deje castizo que contrastaba con su atuendo austero. Nada de trajes de chaqueta desestructurados, ni look deportivo inglés. Huía de la moda convencional por sendas de oriente. Blusas de seda mate y pantalones de tela fina sobre zapatos bicolor, marrones y blancos. Pendientes neojaponistas sin valor, con gusto, en inversa proporción. Llevaba gafas de miope y tenía un ligerísimo bozo casi transparente. Empezaba, pues, a insinuársele poderosamente la edad, pero cuando llamaba
pintorazo al Greco, la luz del atardecer madrileño se doraba. Y es que que le llevo 10 años a Ceballos, en el mejor de los casos.
A los ponentes del curso les unía un modo de hablar del museo como si de una empresa en la que participaran en alma y cuerpo se tratara. Lo de la publicidad Apple o Ikea. Rollo gran familia disciplinada y bien avenida, como estoy seguro enseñan que debe ser en las facultades de empresariales. Así es que cuando, de repente, apareció ella con un discurso que no se apoyaba en adormecedoras fotocopias, aceptando el reto de medirse al público con sus conocimientos, me dejé llevar por su voz . Me quité el transmisor y de vez en cuando me volvía a mirarla a ella en lugar de a los cuadros.
Después, en las noches de calor de agosto, recordé mi visita adolescente a Toledo. Comencé entonces a pensar que mi interés renovado por el pintor era en realidad un reencuentro con cosas perdidas, con la juventud. El caso es que no dejaba de pensar en el Greco y en ella. Un tío que pinta a Cristo resurrecto como si fuera un bailarín de ballet clásico en puntas no podía ser un creyente, sino más bien un hábil infiltrado, pensaba. Según Scorsese entre los directores de del cine clásico americano hay ilusionistas, iconoclastas y, en medio, se encuentran los infiltrados. Hábiles como pocos, consiguen hacer casi lo que quieren aparentando sujetarse a las imposiciones de la industria, a las reglas de los estudios. Son los
smugglers, los contrabandistas capaces de transformar lo rutinario -los temas contrarreformistas- en algo personal. Toques inusuales, motivos inesperados, posiciones extremas.
Menos dinero, más libertad, insiste el director americano al hablar de J. Tourneur. Por eso, quizá, el Greco fracasó con los poderosos, reyes y cabildos, en sus trabajos de serie A, y tuvo éxito en los de serie B, más abiertos a la diferencia de sus creaciones. Refugiados del fascismo, expatriados, artistas que se alejan de sus raíces, de la tierra en la que nacieron para vérselas con otros códigos narrativos, otros públicos, otras exigencias. Ophuls, Preminger, Wilder, Sirk, Siodmak, el mismo Hichcock, A. de Toth, el Greco, capaces de adueñarse de lo nuevo sin abandonar lo viejo, de aprender otra lengua y hablarla mejor que los nativos sin perder del todo su acento de origen
En cuanto a ella, encarnaba un modelo de mujer hacia el que siempre he sentido ambivalencia, atracción de lejos y susto de cerca. Por suerte, estuvo lejos todo el rato, pero el tiempo suficiente como para que se reabrieran viejas dudas. Su voz -me pasa siempre- resultó ser como humedad para las plantas sedientas.
Pasaron los días y quedó casi solo el renovado interés por el pintor. Pocos artistas han sufrido semejantes intentos de apropiación para neutralizar lo incomprensible, taponar las rendijas por las que se escapa su misterio en cuanto te pones delante de sus grandes cuadros. A veces, hay quien se da la vuelta y no quiere ver más. Tira hacia Velázquez y se deja de historias. Pero también he visto a grupos de japoneses absortos delante de san Andrés y san Francisco. Entre los estudiosos pasa lo mismo. Hay quien se adorna y quien carga la suerte. Pero casi todos dan la sensación de estar intentando coger agua en un cesto de mimbre. Y entonces se rebotan, en lugar de ponerse al servicio del pintor, lo acomodan a sus prejuicios, a sus conocimientos, a sus tesis. Casi ninguno se atreve a aceptar el margen inefable que hay en él. Como decía alguien de la ciencia, se puede llegar a saber todo de algo sin haber entendido nada. Creo que era Marx.
De ahí las etiquetas que se le han colgado en unos cien años. En forma de nube de tags:
Un paranoico pintor sabio madonnero di genio estrábico astígmata hipermétrope pintor bizantino a la vez bizantino y helénico europeo místico último representante famoso del arte ortodoxo occidental protoexpresionista integrante de la civilización latina consumidor habitual de haschisch pintor homosexual estrábico y astígmata hipermétrope home modernista de son temps mentalidad de degenerado artista puro precursor de la abstracción primer pintor que no quiso simular la naturaleza pintor veneciano cubista en su construcción verdaderamente castizo y nacional pintor de la vida interior exaltado simplemente un católico español l’un de ceux que le souci de plaire a le moins préoccupés hijo de la degradada sierva del turco. Desde que volvió a nacer hacia 1860 ha habido una necesidad creciente de calmar la desazón que producía su diferencia, como si mediante una clave interpretativa, un
ábrete Greco, religioso, sexual, morfológico, ideológico, fuera posible entenderlo, reconducir la amenaza.
Han pasado siglos y sigue sin dar nombre a ninguna de las puertas de acceso al Prado.
Pintorazo, como decía mi guía preferida por el infierno veraniego, sí pero
que te compre quien te entienda.
(Quizá continúe)