Los exámenes orales a veces me resultan muy difíciles de hacer, no tanto de preparar como de ejecutar. Me ocurre que en los monólogos, que son más bien breves discursos del tipo de los temas de oposición, pero sobre cuestiones banales -huimos de la densidad como los gatos huyen del agua (quizá para no discriminar, quizá para no ponernos en evidencia- me ocurre, digo, que me pongo a hablar y acabo robando la palabra al alumno, que poco a poco me cede el protagonismo hasta a veces enmudecer. En los malos días, pienso que sufro de narcisismo, en los buenos, que me gusta debatir, convertir la situación en algo parecido a la realidad, esa en la que dos personas hablan sobre algo, porque cuando habla uno solo tanto tiempo con tan poca chicha disertadora como la que solemos escuchar le toman por loco o charlatán. Pero es que, por otro lado, de eso se trata precisamente, de asumir con corrección el papel de charlatán, porque, monólogos de tres minutos son, por suerte, excepcionales en la vida ordinaria. Los examinadores nos fijamos más bien en la forma, en la capacidad para construir con mediana corrección un pequeño edificio lingüístico, sin parones y con cierta agilidad. A veces, una apariencia de soltura nos basta, como si no fuéramos conscientes de que cuanto más denso es el contenido más difícil es de mover con ligereza. Y es que los exámenes de lenguas extranjeras son un canto a la banalidad, una antología del tópico. Los que cuenta es el cómo lo dice, no qué se dice, porque lo que se dice aprender cosas, en nuestras clases se aprenden pocas, quizá por eso los alumnos tienden muy a menudo a tomar la propia como la madre de todas las lenguas, porque derivamos hacia un juego de formas en el que el vértigo del conocimiento, los contenidos, con su inercia positiva, no se imponen sobre la forma.
El caso es que el otro día, en mi examen trimestral, el alumno en cuestión, una persona de cierta edad, no pudo resistirse a hacer consideraciones serias sobre la ciudad de Roma y además en un alarde de conocimiento quiso envolverlas con un ropaje a la altura de la ciudad eterna. Empezó hablando del Papá, derivó hacia Jesucristo, de ahí paso a los cuatro judíos más importantes de la historia, y cuando dijo que eran el citado Jesús, Marx, en ámbito político social, y Einstein, por lo que se refiere a la ciencia, yo no pude resistirme ante la injusticia y dije, siguiendo por cierto, como he visto después la opinión de decenas de sitios web , que faltaba Freud. la cosa no pareció agradarle, quizá porque otras tantas páginas web presentan otros hit parades de importancia distintos. Después , he seguido dando vueltas al asunto, y me reafirmo en que por lo que a mí respecta Freud debe estar en la pomada. Casi nada que tenga que ver con el interior de las personas, con su carácter, pasiones, dudas…, puede interpretarse sin un trasfondo, más o menos intenso, más o menos ortodoxo, freudiano. A menudo, soy incapaz de participar en conversaciones en las que tópicos como la neurosis, la histeria, las manías, todo con un inequívoco velo freudiano, mediaticen mis opiniones. Pero es más, mimo mis pulsiones, soy medianamente consciente de los vericuetos de mi subconsciente, mi super ego me tiene a raya, y para qué les voy a hablar de mis sobreactuaciones si no conocen mis complejos.
Después del examen me acordé de un hermoso texto de F. Savater sobre la cuestión, hermoso y clarividente, porque sitúa la figura del gran psicólogo en un ámbito tan amplio como para poder hablar de él en términos de dignísimo heredero en parte rebelde de la gran tradición humanista y racionalista. De Jesús y Marx no digo nada, que, sobre todo al segundo, lo tengo en un pequeño altar que descuido a menudo, y de Einstein sé poco. Leí la vieja introducción al personaje de D. Font y la más reciente de Fernández Buey, y he oído que hasta los móviles existen en parte gracias a él. No sé si reprochárselo o agradecérselo. Desde luego, a fin de mes, maldigo su nombre en euros. Pero, he de reconocer que soy casi analfabeto en temas científicos.
Savater, Fernando, Diccionario filosófico, Madrid, Planeta, 1995, La voz Psicoanálisis ocupa las págs. 296-303.