viernes, 20 de mayo de 2016

Alexievich. Los sueños de excelencia acaban por convertirse en pesadillas.


Hace una semanas, F. de Azúa, con esa capacidad suya para concentrar milenios en pocas frases, resumía las teorías sobre la historia en la versión hegeliana ("cuanto sucede no tenía más remedio que suceder. Hay víctimas colaterales, cierto, pero no cuentan para la historia...para el avance progresista de la historia real") y la versión benjaminiana: "en ese otro modelo, empujadas por el huracán del progreso, montañas de cadáveres se van acumulando a los pies del Ángel del Progreso, el cual avanza, pero de espaldas, horrorizado por la carnicería que va lloviendo torrencialmente ante él (Tesis 9). Para esta otra historia, el sufrimiento de los condenados [en Siberia] es el único contenido de nuestra enigmática residencia en la tierra". En cuestión de sufrimiento, quizá habría que recordar que la cosmovisión judeo cristiana  contempla nuestro paso por el mundo como tránsito por un valle de lágrimas. 

Los dos libros de Svetlana Alexievich que he leído (Voces de Chernóbil. Crónica del futuro, DeBolsillo, 2015. Trad. R. San Vicente y La guerra no tiene rostro de mujer , Debate, 2015. Trad. Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González), podrían leerse como fruto del interés de la autora por hacerse eco de lo que desde la perspectiva hegeliana podríamos llamar ruido, entropía histórica, y lo que, desde la otra perspectiva, la benjaminiana, es testimonio de la liga que nos une y que nos tiñe con el "genuino fundamento del respeto al individuo, que no consiste en su singularidad cualitativa, en aquello que lo hace único en su especie, como se dice de una pieza codiciada por los coleccionistas, sino en lo que es realmente alcanzado por el sufrimiento: el individuo que no está en ninguna determinación diferencial, sino, por el contrario, justamente en la unidad indiferenciada con que se forma la pluralidad homogénea tantas veces designada con el singular genérico de carne de cañón" (1).
Los libros de Alexievich son un ejemplo de esa unidad indiferenciada con que se forma la pluralidad homogénea de sus personajes a menudo voluntariamente entregados a los designios históricos. En Voces de... y en La guerra no tiene... es a través de constructos ideológicos como la patria, la madre patria, el comunismo, como el individuo se incorpora al curso histórico del que sale doblemente dañado, descreído y herido, víctima en todos los aspectos.
Pero a veces hay actos de rebelión que quedan reflejados en micronarraciones. átomos de sabiduría en los que la carne de cañón se vuelve polvo enamorado, conciencia de pertenecer a la legión de los desheredados, pero con una pizca de buen sentido común y valentía. Nada como morir en brazos de aquel a quien se quiere para recordarnos que somos "una unidad indiferenciada y absoluta de necesidad y satisfacción, de hambre y saciedad, de placer o de dolor, de enfermedad y de muerte; eso es el individuo, o sea, no lo más diferente, sino lo más común"(2):

"... Un martes, aquello ocurrió un martes... En un banco frente a nuestro edificio estaban sentados un chico y una chica, y se besaban... en el otro extremo de nuestra calle... apareció una patrulla alemana. también lo vieron todo, tenían un campo de visión perfecto... No me dio tiempo de comprender nada... Un grito. Un gran estruendo. Unos disparos... solo vi que el chico y la chica se levantaron y al instante estaban cayendo. Los dos a la vez.
...No podía dejar de pensar en ellos... Querían morir así. Sabían que de todos modos morirían en el gueto y prefirieron morir de otra manera... ¿Qué otra cosa podía ser? ¿Qué podía ser? Solo amor..."
Liubóv Eduárdovna Krésova, miembro de una organización clandestina.
(Alexiévich, Svletana, La guerra no tiene rostro de mujer, Ed. Debate, 2015, p. 244-45 Trad. Yulio Dobrovolskaia y Zahara García González)

____________________
(1) R.S. Ferlosio, "Principium Individuationes", en Ensayos I, Altos estudios eclesiásticos, Ed. I. Echevarría, Debate, 2005, p., XXII.
(2) Ibid, p., XXIII

miércoles, 18 de mayo de 2016

Dormirse por las esquinas de la primavera




A su antojo, deprisa, como una ola cuya fuerza apenas te deja tiempo para la sorpresa, o más despacio, como quien sortea ramas bajas en un bosque, en busca de un manantial; recibirlo como a un amigo, una visita placentera que da lo mismo que pide; dejar que se adueñe de nosotros, sabiendo, sin embargo, que no podremos disfrutarlo del todo, porque el precio es la inconsciencia; sentir que se adueña de tus pensamientos, que poco a poco se le entregan hasta dejarse transformar en lo inesperado. Así, los ataques de sueño, hijos de la modorra que trae el buen tiempo, estrenan su gira de primavera verano, extendiendo su área de influencia a los ascensores, al tranvía, a los espacios abiertos, al silencio de los despachos, a los paréntesis del día en los váteres, a los descampados y solares, a los parques de las ciudades en los que es grato quedarse frito, ausentarse un rato de este jodido mundo, irse a tierras siempre por descubrir en las que viven personajes que de repente resultan ser colegas nuestros. Me ocurrió en una dichosa cabezada en la que se me apareción  L. Cohen. Durante un concierto multitudinario tuve que sujetarle la guitarra, porque se desvanecía sobre el escenario. Era una guitarra negra, refinadísima, mezcla de los diseños de Prince y de la austerirad del cantautor canadiense, que se apoyaba en mi hombro para caminar. Yo que jamás he estado en un concierto con miles de personas, le salvaba, le sacaba del escenario y le llevaba a algún sitio a pie, como bochachos los dos, aunque yo un poco menos. Pero a mitad del camino, aparecía una fuente con un pequeño remanso de agua. Hermosos animales se sumergían en el espacio angosto y Cohen se empezaba a animar ante el espectáculo, Todo vestido de negro,  se metía en el agua a hacer fotos subacuáticas de una nutria que parecía posar encantada. Yo miraba escéptico la escena. Pero, Cohen, tío, no estabas tan mal como para suspender el recital, no llegaba a decirle, pero lo pensaba. Y entonces él, como si me hubiese oído a través del agua, ponía otra vez su frente sobre su brazo y su brazo sobre mi hombro y seguíamos andando, perdidos en un inmenso parque, camino de algún sitio. Lo que si recuerdo es que en un momento dado le notaba una nalga fláccida, de sesentón que se queda dormido por las esquinas en cuanto llega el buen tiempo.

martes, 17 de mayo de 2016

Los caminos de la greguería son insondables: la nariz es el adjetivo de la cara


Una vez en clase estaba haciendo un ejercicio en el que había que subrayar los adjetivos que aparecían en una lista de palabras que contenía palabras pertenecientes a otras categorías gramaticales. Me los iban diciendo: guapo, castaño, azules, largo y…nariz. Eran todas ellas palabras útiles para describir a una persona. Y entonces he dicho “nariz no es un adjetivo, aunque tampoco está mal la idea”. Y es que a la greguería se llega donde menos te lo esperas: la nariz es el adjetivo de la cara.

domingo, 15 de mayo de 2016

Pies, dedos del pie, dedo pequeño del pie, ha llegado el momento de decidir qué hacer


Como quien tiene una casa en su pueblo o un chalet en el campo e invita a sus amigos a comer al aire libre por primera vez en el año, así la primavera anima a desperezarse a los pies, a que nos deshagamos de los calcetines y expongamos los dedos entumecidos al sol, a que cuelgue el tacón de los zapatos sin talón cuando en una terraza cruzamos las piernas, a asumir incluso el riesgo de ser pisados o mirados insistentemente en el tranvía. Pero, después, amenaza lluvia y quien te había invitado para el sábado siguiente se retrae y no sabe qué hacer, si arriesgarse a la lluvia, a un último y precioso catarro o posponer el ágape para más adelante. Y pregunta entonces a los partícipes, que se ven abrumados por la cuestión y medio refunfuñando piensan para sus adentros, que decida ella, que para eso lo ha organizado todo, no voy a ser yo el que diga si vamos a su casa. Así, pero de forma meliflua, se lo hacen saber a la anfitriona por feisbuq o a través del grupo de guasap.
Quien no sabe qué hacer con sus pies, temiendo adelantarse y que sean los únicos de la oficina o de la clase que van en pelotas, también consulta a su cónyuge, a sus amistades, sobre todo a su conciencia, si debe arriesgarse o no, si es mejor mantener los dedos enfundados o darles  recreo para que se acomoden a su gusto y se sientan relativamente libres sobre el calzado, como nosotros mismos en casa.
Hay quien delega la decisión en Brasero, el metereólogo de la Tres, de manera que la libertad de los pies queda a expensas del ciclón o anticiclón, de las bajas o altas presiones, del aire frío de la atmósferas y otras circunstancias que nunca he entendido ni entenderé. Yo sólo sé que llegados a este punto de mayo, lo único que quiero es seguir con mis calcetines puestos, pero viendo los pies de los demás cuando por la mañana temprano cojo el autobús: uñas pintadas de verde, cutículas tonsuradas, meñiques avergonzados, como hermanos pequeños a los que el anterior chupó la crecida, protuberancias, guisantes o garbanzos, dedos cuya orla de sudor sobre la cándida plantilla denota que tienen vida propia, y también dedos desastrados, a sus anchas o en racimo, como preciosos percebes que se echaron a perder, dedos que cumplirán ya pocos años más y parecen languidecer como plantas sin agua, dedos honestos, algunos, sin afeites, lavados y recién peinaos, dedos, millones de dedos que uno no acierta a entender cómo habían estado ocultos durante tantos meses, cómo es posible que no se hayan entumecido, deprimido, desconsolado, marchado a vivir al sur.
Así, un dedo cualquiera entre dos aguas, dos estaciones, incapaz de tomar una decisión intrascendente, arrepintiéndome de no haber previsto que iba a llegar el momento, me siento yo, un dedo pequeño que no sabe qué día va a hacer mañana, aunque Brasero lo tenga claro.