The Guardian dedica un artículo a cómo llamaba Richard Burton a E. Taylor en sus cartas de amor durante sus grandes periodus interruptus de enamoramiento: "Twit Twaddle", "my little Twitch", "dear Scrupel-shrumpilstilskin", cosas difíciles de entender, pero que evocan la boquita de piñón del rudo Burton in love. Además, el diario añade unas reglas de buen uso para que al llamar cosa pequeñita a la pareja no aparezca un entrometido (periodista, amigo o pariente), de esos que los provenzales llamaban lauzengers, a estropear el momento.
En el amor de lejos provenzal y en su equivalente actual al amante le basta un aroma involuntario, oír una voz parecida a la de la amada, encontrar un libro que se compartió, cualquier prenda medio mal hallada, todo lo más. Prefiere eso al teléfono, qué horror, a la videollamada, qué vulgaridad. O lejos o cerca, pero nada de (ham)burguesas soluciones intermedias
Sin embargo los amantes que se complacen en las distancias cortas, cuando, por la razón que sea, están distantes, llenan el espacio que les separa con palabritas. Por eso, las misivas están llenas de apodos cariñosos y son menos frecuentes en las conversaciones en carne y hueso, terreno abonado a para el gesto, cuando no las procacidades.
Una de las reglas de oro que establece The Guardian sobre el uso de los apodos cariñosos tiene que ver con la discreción:
Never, under any circumstances, commit a pet name to print. People will find it and think less of you, even years after you're dead.En realidad, no creo que conocer los apodos pueda llevar a tener peor opinión sobre alguien (to think less of), porque habrá pocos no pecadores que puedan tirar la primera piedra. Si acaso, es de uno mismo de quien se podría tener peor opinión por entrar a cotillear en estos terrenos privados. Pero, en fin, ya que estamos metidos, démonos un buen baño en la intimidad ajena, en este caso, a través de una foto de R. Burton y E Taylor que pertenece a una exposición sobre la indiscreción fotográfica. En realidad, no es el beso lo que da pudor mirar, sino esos pies emocionados de la actriz y el cuerpo maduro del actor, cuidadoso hasta el límite de la lesión lumbar Es el detalle lo que hace sentir la inconveniencia de la mirada del fotógrafo y la nuestra, aunque supongo que también es el bendito detalle lo que añade el morbo que excita al voyeur.
Marcello Geppetti - Elizabeth Taylor and Richard Burton. Foto actualmente expuesta en Exposed: Voyeurism, Surveillance and the Camera.Tate Modern, London May 28 - October 3,2010
Demos un paso atrás, cuando las fotos eran rarísimas.
Así es como Doña Emilia Pardo Bazán entre 1889 y 1890 se dirigía a Benito Pérez Galdós, a la luz de un examen no exhaustivo de su correspondencia (37 cartas). Me salto algunas variantes:
querido amigo y maestro, amigo querido, amigo del alma, amigo mío del alma, cariño, caro, mi amado, mi bien, mi ratón, ratoncito, ratonciño, ratonciño del alma, arrastradiño, diletto, vita ed anima mia, seductor, vita ed anima mia, mono, minino, felicidad mía, miquiño adorado, miquiño del alma, miquiño mío del alma, corazón, maestrillo, fachita, miquito amado, monín, mi dulce bien, nenito, almita, vidiña mona, alma mía, almita amada, miquito, miquiño tonto, Garganelli mío, pánfilo de mi corazón, mi ratonciño amado, fachiña amado, niño, nenito, mi amigo e inquilino eterno del consabido mío principal, querido de mi corazón, mi ratón querido, cariño mío, Malek-Adel, amado roedor mío y caro roedor literario.
Claro que Doña Emilia también es generosa consigo misma en el jugueteo:
tu Porcia, peinetita, Doña Opas, tu Suriña, ratona, tu rata, su amiga, su amiga verdadera, tu Borriquita.
Pardo Bazán, Emilia, Cartas a Benito Pérez Galdós (1889-1890). Prólogo y edición Carmen Bravo Villasante, Madrid, Ediciones Turner, 1978.
He aquí una de las cartas:
p., 123
Bueno, pues ahí va otro de los inútiles consejos de Tin Dowling en Guardian:
Never, under any circumstances, commit a pet name to print. People will find it and think less of you, even years after you're dead.
Qué sería de nosotros si tantos grandes escritores hubieran sido más avisados a la hora de dar rienda suelta a sus efusiones gráficas. Tendríamos que limitarnos a leer sus novelas (alguna que otra, llena de cartas, por cierto) y nos perderíamos la sensación que se tiene cuando por fin te enteras de cómo es alguien.
Pero, para acabar, confieso que no es la revelación de la intimidad buscada lo que a mí me da morboso pudor, sino la contemplación de otros detalles involuntarios, la inocencia de los cuerpos, cierta memoria infantil o arcana guardada en su interior, esos pies de la Taylor a los que me refería, porque los escasos restos de inconveniencia que quedan después de que Sálvame haya alterado las categorías dominantes, se esconden entre los pliegues de la biografía inconsciente del paparazzo que llevamos dentro.