Paso por el centro de exposiciones que instaló la Caixa en Madrid al abandonar la sede de Serrano. Es una antigua central eléctrica situada frente al Jardín Botánico. Cuando ardió, con no poco susto de los vecinos y el desagradable cierre de las casetas de libros de La cuesta de Moyano que tuvo como consecuencia, la Caixa decidió establecer allí su base central de actividades culturales. Hace poco, en ocasión de la entrega del Premio Nacional de las Letras, decía Ferlosio que la Cultura es un medio de control social. No es nada nuevo, pero de vez en cuanto conviene recordarlo, en particular si el recordatorio proviene de alguien tan serio como él. Con el paso de los años democráticos fueron desapareciendo de Madrid los cuarteles que estaban situados dentro de la ciudad o en la inmediata periferia. Yo hice la mili en Vicálvaro, en uno de ellos, perteneciente a la artillería motorizada de la división Brunete, aquella que fue tan importante en el éxito inicial del intento de golpe del 23F. Hoy es parte del campus de una de las cinco universidades públicas del distrito madrileño, el mismito sitio donde estudia mi hija, por cierto -la ville est un temple où de vivants piliers/laissent parfois sortir de confuses paroles;/l'homme y passe à travers des forêts de symboles/qui l'observent avec des regards familiers, como si tal cosa. En la dictadura franquista, el peligro para el régimen (régimen también de palos) estaba casi más dentro que fuera, lo llamaban enemigo interno, con esa nota siniestra de aroma demoniaco que despierta el término. Se decía en los medios de izquierdas que a ello se debía la particular situación de muchos enclaves militares. También los había culturales, sobre todo en el tardofranquismo. La Fundación March, cuya maciza sede de Castelló hace de centinela cultural desde la segunda mitad de los años cincuenta, es un insigne ejemplo de ellos. Pero ha sido seguramente en estos últimos veinte años cuando los restos del control militar languidecieron frente a l a saturación cultural: el Reina Sofía, el antiguo Centro cultural Mapfre, y el nuevo, espléndido en algunas de sus exposiciones, la Casa de América, el Thyssen, la sala de exposiciones del Botánico, las hoy menos activas del BBVA, la del Santander, junto al antiguo edificio de Sears, hoy ocupado por otro centro máximo de control y generación de realidad, una suerte de catedral laica, El Corte Inglés, las salas de la Biblioteca nacional, las del Centro cultural de la Villa, bajo la un día ruidosa cascada de Colón. En fin, que en no más de dos quilómetros no cabe un alfiler más, aunque sea de diseño. Aquello es como una central nuclear de la cultura mundial. Una vez que entras en ese perímetro radioactivo no sabes cómo vas a salir transformado, con qué tumor cultural maligno, como Don Quijote, o benigno, quizá un renovado interés por la vida. Aunque creo que en realidad las víctimas somos más bien los de provincias que visitamos la capital que quienes viven allí, ya curtidos, resabiados y con mejor formación y preparación para enfrentarse a Ello.
Yo, hombre ya de ley y orden, soy adicto a esas formas de control cultural que me hacen sentir como en una nube de algodón, en una casa feliz platónica, como imagino que en parte hace sentir el ejercito a sus miembros o la iglesia a sus fieles. Pues resulta que estaba en una expo sobre Palladio, de esas a las que voy por no perdérmelas más que porque me interesen de verdad. Iba de una sala a otra demostrándome a mí mismo poco interés por tanta maqueta, y sobre todo desentonando con tanto interesado por el grandioso arquitecto, cuando vi a una madre de dos niños de unos 4 o 5 años que tomaba notas ante los planos un de las villas que proyectó. Pensé que la señora sería por lo menos arquitecto también(les ahorro los otros indicios que me llevaron a esta conclusión). Así es que me alejé de allí no fuera a ser que alguno de los dos hijos sabiondos me pusiera en aprietos con alguna pregunta técnica que le hubiera hecho previamente su madre para entretenerle. Mis prejuicios son implacables. El caso es que, al poco, en otra sala, veo que la hija pequeña se acerca a la madre con las notas que esta había tomado previamente y le dice: “¿Pero, mamá, por qué pintas monigotes en mis papeles?”, justo lo que se hubiera esperado que dijera la madre a la niña en otro contexto. La madre, abducida por la suplantación de personalidad y edad a la que le había sometido su hija va y le contesta despechada, quitándole de las manos sus notas: “Dame mis hojas, que tú no entiendes mi letra”. Me pregunto quién de las dos conduciría el todoterreno de vuelta a casa. Y es que el enemigo interno le tiene a uno siempre bajo control.
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