Foto Mario Dondero
“…Patrick Pelloux, redactor amigo de Charb, aseguró que por tal y como se encontró el cuerpo de su colega, este murió intentando hacer un corte de mangas a los asesinos” (El País)
…il avait osé confesser son seul vrai regret dans la vie :“Ne pas avoir toujours été assez virulent vis-à-vis du pouvoir" (Cabu, L’Humanité)
Como los gestos de los pompeyanos antes de morir abrasados, intentando abrazarse ante la muerte inminente, pero está vez desafiando al verdugo, el monumental corte de mangas de Charb (Stéphane Charbonnier) será de ahora en adelante para mí el emblema de una tribu que adoro, la de los distintos, que, lejos de la uniformidad, a todo le encuentran peros razonables, señales de abuso escondido, síntomas de injusticia, y los encuentran en especial en ellos mismos, en la medida en que, víctimas del discurso del poder, son hablados por otros, a través de ellos se filtra inconscientemente aquello que quieren criticar. Aunque enzarzados consigo mismos, los espíritus vitriólicos lo que no suelen cerrar es el ojo crítico y el pico y además, a menudo, lo hacen a través del humor verdadero, que es capaz de poner de malhumor a cualquiera que no esté dispuesto a aceptar nuestra verdadera condición humana, tan excelsa como miserable, fronteriza entre la mezquindad y el altruismo, yendo a menudo de un polo a otro en el lapso de tiempo que tarda en hacerse un guiño.
Claro, en lo sagrado, en el discurso que se pretende intocable, inmutable, incuestionable, en las palabras proféticas por antonomasia, es donde la mentira está mejor parapetada, pero donde también podemos estar seguros de que florece. Cuanto mayor es la falsedad mayor es también el enganche que produce en quien cree en ella. La mentira ciega y solo se mata por mentiras absolutas, porque la verdad es como agua en canasto, se pierde al poco, se crea en cada momento, hay que estar matizándola a cada instante, como camino que se hace sin ideas previas, para que no se fosilice y empiece a ser insuficiente, innoble agarradero de la comodidad, la pereza, de la tradición o, en el peor de los casos, del fanatismo. El humorista lo refleja, de ahí que duela a quien vive en casas tan frágiles que una ventolera de sátira es capaz de llevarse por delante.
En los años setenta creíamos en movimientos político mesiánicos, en futuros paraísos en los que necesidad y capacidad se anhelaban a medida de cada uno, y aquello se le subió a la cabeza a algunos hasta hacerles echarse al monte y empuñar las armas. Eran formas personales de distinguirse, de huir de la rutina de su existencia, síntomas de una compresión prematura de que la vida va en serio para todos. Sueños de heroísmo que muchas víctimas tuvieron que pagar con sus vidas para que los muchachos asilvestrados sintieran que estaban haciendo historia. Supongo que también los hermanos Kouachi, abatidos ayer por los gendarmes franceses, obedecían a modelos semejantes. El prestigio para ellos estaba en Mahoma, no en Lenin o en el nazismo. Seguramente, habían encontrado en la religión cobijo para su afán de excelencia, su estúpida vocación por la verdad absoluta, por la mentira absoluta.
No, a nada hay que agarrarse, ni a la igualdad, libertad y fraternidad, porque según se van articulando las sílabas de estas hermosas palabras, van siendo asaltadas por intereses espurios y al acabar la frase ya nos han sido expropiadas por los manejantes, por aquello que nosotros mismos tenemos en nuestro interior de manejantes. Por eso, algunas culturas mantenían a sueldo al bufón, portavoz de la verdad. Supongo que era una manera de neutralizar el vitriolo que puede contener la sátira, porque solo el humor que nos pone de mala leche, que toma a solfa la idea misma de sagrado, desvela, como la poesía, atisbos de verdad. Solo la sonrisa que se queda medio helada puede descubrirnos algo de nosotros mismos, solo siendo conscientes de la falsedad de los tópicos, de las verdades absolutas, religiosas o laicas, podemos combatirlas y para eso hay que aceptar la necesidad de dejarnos ofender, porque la ofensa da la medida de nuestra inseguridad, de aquellas mentiras a las que nos agarramos como a verdades.
Benet decía algo que se puede aplicar al semanario francés que acaba de ser descabezado por los terroristas: “Yo creo bastante en la eficacia de la impertinencia, sobre todo en la de determinadas opiniones impertinentes… En cierto modo esas opiniones son, por impertinentes, las más útiles, las más atractivas. Si las opiniones se matizan, pues se vulgarizan, y entonces caen en el lugar común. En cierto modo, la opinión radical puede hacer daño, pero no deja de ser un extremo del campo de la opinión, lo linda… Una opinión tajante es más atractiva que una opinión mesurada. Me gusta ir por el mundo con ideas radicales. Ya que uno no puede radicalizarse en la vida pública, sí al menos en la vida privada.” (Benet, Juan, Ensayos de incertidumbre, edición de Ignacio Echevarría, Barcelona, Debolsillo, p. 477). Un análisis crítico radical (crítico-humorístico, a poder ser) puede devolvernos una imagen de nosotros mismos que nos ayude a mejorar, siempre que estemos dispuestos a aceptar nuestras debilidades, a reconocer como tópicos nuestros propios tópicos. Los humoristas de Charlie hebdo radicalizaron el humor público. El gesto del corte de mangas de su director, entre público y privado, es una muestra de hasta qué punto su genio y figura se mantuvo hasta donde solo unos pocos saben hacerlo. Seguramente, si no hubiese muerto en ese mismo instante, después se hubiera reído de sí mismo y lo hubiera hecho en una viñeta.
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