Leo con bastante retraso sobre su fecha de publicación, Tiempo de vida, la obra autobiográfica en la que Giralt Torrente repasa la difícil relación con su padre. Hubiera querido incluir este libro en los reseñados en la entrada de este blog dedicada a las obras confesionales del año 2010, pero, encabezonado en sacarla de la biblioteca, no pudo ser, porque estaba siempre prestada. Por fin, antes de navidades la pillé, incluso con dos resguardos de lectores anteriores, quizá mis semblables maños.
Tiempo de vida, Marcos Giralt Torrente, Barcelona, Anagrama, 2010. 200 páginas. 17,00 €
La obra, además de un recorrido analítico sentimental guiado por la mirada introspectiva del autor sobre sí mismo en relación a la presencia de su padre, contiene también una especie de guía sobre sus intereses como lector de obras afines y sobre las dificultades salvadas en su redacción, en buena medida porque la capacidad de trabajo constante, la lucha contra la dispersión del trabajo producida por otros focos de atención mundana es uno de los temas en los que profundiza Giralt con el espejo de su padre, pintor, al fondo.
Entre los distintos libros que Giralt cita como leídos en torno a la redacción de Tiempo de vida destaco los siguientes, porque mi lectura no puede evitar asociarlas hasta formar un mosaico en el que también se coloca esta obra en un lugar preponderante.
El primer lugar, la obra de Philip Roth, Patrimonio, en la que el escritor americano hace una crónica casi diría enamorada de su padre enfermo. Pero a diferencia de Patrimonio, en la que el protagonista indiscutible es el padre, en Tiempo de vida lo es el escritor, en la medida en la que se autorretrata en difícil simbiosis con la figura del padre, hasta el punto de que podría definirse la obra como la crónica íntima de una temprana separación no deseada en la que las frustraciones, sinsabores y desilusiones del hijo acaban hallando, al cabo de los años, solución, no tanto a través de un cambio de actitud del padre, aunque también, como a través de la nueva perspectiva sobre sí mismo que va adquiriendo el hijo, hasta fundirse con el padre en una relación de saneada, renovada ante la enfermedad, una vida nueva en la que el hijo que es padre, por momentos,pero también el padre hijo. La enfermedad del padre ocupa, en efecto, bastante espacio, pero solo en la medida en que cumple una función de catalizador del proceso, de la larga travesía que va desde el distanciamiento del niño hasta la reconciliación de los adultos, entre ellos y consigo mismos. Esa es la materia narrativa del libro, pero Giralt, aunque no la evita del todo, no se recrea en la anécdota, salvo cuando adquiere carácter simbólico de algún aspecto de esta parábola contemporánea, no sé si del hijo o del padre pródigo. En lugar de la narración anecdótica Giralt recurre al detalle, a menudo en serie, en amplias enumeraciones que hacen pensar en otro de los autores citados, Perec, cuyo Je me souviens, aparece expresamente entre las lectura emparentadas. La enumeración es el rasgo estilístico que a mi quizá me ha resultado más impostado, pero es que, dado el tema, encontrar el tono justo sin caer sentimentalismos tópicos era difícil. Seguramente, ese es el mayor mérito del libro, lo que le da uniformidad y credibilidad, lo que tal vez le dote de la ambicionada “entidad literaria” (p. 191). Por lo demás, siguiendo el dictamen de La confesión como género literario , de M. Zambrano, otro de los libros de la constelación de Giralt, Tiempo de vida tiene algo de la urgencia de la confesión, pero aquí la urgencia se convirtió en entrega voluntaria a las necesidades impuestas enfermedad del padre. Por eso, el libro no cumple una de las condiciones, casi inalcanzable, por lo demás, a las que se refiere la Zambrano; a saber, que la confesión, hija de la crisis destinada a hacer renacer a quien la sufre, se produzca en tiempo real. A lo que asistimos es a una confesión a toro pasado, al recuerdo de una confesión que cobro vida a través de la acción. Con lo que sí cumple es con la necesidad de hacer pública la confesión como modo de reintegrarse, una vez saneado, a la comunidad. Cuando el autor califica de impúdico su libro es probable que se deba a la duda sobre su necesidad, algo que la confesión está lejos de poderse plantear, porque la necesidad es inherente a ella. Quizá, por eso, porque se trata de una muy sentida reflexión más que de un grito de desesperación, este libro termine con una serie de consideraciones sobre la reconciliación consumada y desprenda un tono melancólico, como de marejada que ya se ha retirado dejando inesperadas huellas tras de sí.
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