Babelia, el suplemento de libros de El País, publica hoy la lista de libros preferidos por un buen número de críticos literarios, profesores y profesionales de la lectura. El libro más votado ha sido Verano, de J. M. Coetzee.
Hace unos meses publiqué una entrada dedicada, en parte, a dicha obra. La entrada trataba también de Biografía sin vida (F. de Azúa), otro de los libros bien situados en la lista de Babelia. Y hasta el volumen que daba sentido a la entrada (La confesión, género literario, de M. Zambrano) está, en cierta medida, presente en el top ten del suplemento cultural, porque la antología de la pensadora que preparó Ullán incluye fragmentos de ese breve y hermoso ensayo.
Por todo, me permito republicarlo:
Cotilleos sobre uno mismo, confesiones y libros autobiográficos: La confesión, de M. Zambrano; programas del corazón; Verano, de Coetzee; Nada que temer, de Barnes; S. o la esperanza de vida, de A. D. Gary; Autobiografía sin vida, de F. de Azúa.
(Otra entrada sobre Coetzee:Y el séptimo día el gran Coetzee sonrió)
Parece ser que la nueva temporada editorial va a estar marcada por el gran número de autobiografías que se van a publicar. Los últimos meses se han caracterizado también por la publicación de un buen número de obras autobiográficas, de desigual calidad, unas tendentes a la confesión, otras al análisis generacional o al ensayo y alguna otra todavía ahondando en las formas de hacer confluir novela y autobiografía.
Hace tiempo que no veo programas del corazón en la tele, aunque alguna vez pongo tertulias políticas nocturnas (Telemadrid, Veo, Intereconomía, Telecinco, etc.), que se parecen cada vez más en el tono y el formato a las rabiosas entrevistas rosa. Hace unos años, sin embargo, veía de vez en cuando entrevistas a corazón abierto y familia destripada. Las veía como quien se fuma un puro de vez en cuando, con sumo interés, placer y concentración, tanta como el desagrado de quien recibe el humo. Entre el cotilleo sobre sí mismos que ofrecían las celebrities entrevistadas, de repente creía oír jirones de verdad, atisbos de auténtica confesión que desentonaban con el escenario de fingido drama en el que se producían, con el público aplaudiendo a las órdenes del regidor.
Zambrano, María, La Confesión: Género literario, Madrid, Ediciones Siruela, 2004.
Se cumplía en mí entonces uno de los rasgos de la auténtica confesión, según la definió María Zambrano en un hermoso ensayo publicado originalmente en 1943: “…cuando leemos una Confesión auténtica sentimos repetirse aquello en nosotros mismos, y si no lo repetimos no logramos la meta de su secreto” (Ibid, p., 30). Pero, en los programas del corazón falta el rasgo esencial de la confesión, entendida como transformación profunda de uno mismo, porque la confesión es “la máxima acción que nos es dado ejecutar con la palabra” (Ibid, p. 31). El formato entrevista íntima intenta crear el marco ideal para una aparente confesión, pero no es más que una engañifa si damos por bueno que, como señala la filósofa, para que sea verdadera la confesión debe partir de una situación de enemistad con uno mismo y sería algo así como la elaboración del propio duelo, el monólogo contemporáneo a un proceso de pérdida de lo accesorio y de asunción de lo esencial, el difícil testimonio de lo que fue profundo malestar. La confesión pura, en ese sentido, equivaldría al relato en tiempo real de ese trance o, en su defecto, el acta aun caliente y con vocación de grito de esa metamorfosis encaminada, a menudo, a un reencuentro con lo verdadero, a una reconciliación con uno mismo. S. o la esperanza de vida, el libro de A. Diego Gary, hijo Romain Gary y J. Seberg, suicida él y seguramente también ella (1), se plantea como un reencuentro con la palabra salvífica, la búsqueda de un discurso perdido en la infancia que permita, una vez reencontrado, entablar con el mundo un diálogo de futuro constructivo. Esta novela testimonial, superada una primera parte prometedora, rápidamente cae en la banalidad narrativa más absoluta: tras una niñez y una adolescencia teñidas por la muerte de sus padres, putativos y no, y sus amigos, el protagonista, de prostíbulo en prostíbulo, busca la borrachera y la limosna emocional femenina para olvidar su malestar, hasta que por fin reencuentra el discurso salvador. Lástima que la obra sea tan poco interesante desde el punto de vista literario, por más que pueda resultar humanamente reconfortante saber que el personaje acaba siendo feliz en su matrimonio y que su hija le ha devuelto la esperanza de vida. Por lo demás, contiene un retrato poco edificante de R. Gary, tan buen novelista como mal padre. Me pregunto si la falta de hondura de A. Diego Gary se debe a su escasa proyección colectiva, a la incapacidad para universalizar su drama. Su periplo es, en ese sentido, una confesión malgastada o la confesión de alguien que digiere mal su pasado y por tanto difícilmente puede ofrecer una reintegración personal trascendente.
S. o la esperanza de vida, Gary, Alexandre Diego, Galaxia Gutemberg, 2010.
Si la confesión es un relato que urge verbalizar, la autobiografía, en cambio, se parece más a la mirada sobre la propia vida del que se pone la mano sobre las cejas para poder ver mejor el paisaje sin que le moleste el sol, ese sol que mira de frente quien se confiesa. En la autobiografía se cuentan a veces tristes avatares personales, grandes dramas, pero se contemplan como parte de un todo más o menos armónico, como si las tempestades le hubieran ocurrido a un personaje que ya solo somos en parte, a menudo más porque el tiempo ha pasado que por nuestros esfuerzos por ser otros. La autobiografía es una narración en la que hay un yo que no está en crisis, ese mismo yo que en la confesión hierve a borbotones. La confesión no se puede callar, porque implica un reencuentro con nosotros y los demás, la necesidad de una aceptación inequívoca, mientras que contar la propia vida es el resultado, por distintos motivos, de una libre elección. En medio, entre estas dos formas tan distintas y, al menos por lo que se refiere al tono, antagónicas, de mirarse a uno mismo, cabría una amplia gama de recursos retóricos para poner blanco sobre negro la propia vida. Porque la confesión en la medida en que es un relato que se piensa, se reelabora alejándose del tiempo real de la crisis, tiende a convertirse en autobiografía, en la misma medida en la que la peripecia vital que se recuerda puede revivirse como si fuera ayer y adquirir por momentos el sabor de la confesión. Así de inclemente es el paso del tiempo que casi todo lo disuelve, así de cruel es la memoria que no sabe del tiempo.
Azúa, Felix de, Autobiografía sin vida, Mondadori, 2010.
El libro de F. de Azúa es, en ese sentido, un magnífico intento de narrar una vida sin recurrir apenas a la peripecia personal, al anecdotario privado. Las fases de la vida del autor, sus sentimientos predominantes, se nos presentan a través de lo que pasa a convertirse en su trasunto histórico artístico, en un difícil pero conseguido equilibrio entre lo intimo y lo colectivo, entre la influencia recibida en tanto que miembro de una generación y la lectura singular del mundo. Y todo ello, la historia del arte y la vida misma del autor, entendido como una elegía de la inocencia irremisiblemente perdida y apenas reencontrada en fragmentos casuales que se cruzan inesperadamente por el camino. Pero de esas experiencias dice preferir hacer tesoro silencioso el narrador en una especie de invitación al silencio y al goce callado.
Coetzee, J.M., Verano, Mondadori, 2010.
Ahora Imagine Vd. que un investigador se propone escribir un estudio sobre el fallecido J. M. Coetzee que bien podría titularse Coetzee par lui-même (1972-1975).
El investigador recoge materiales diversos, entre los cuales unas notas inacabadas del autor mismo sobre temas varios escritas durante esos años, unas entrevistas realizadas a personajes importantes en la vida de entonces del escritor (una amante adúltera, una prima de la que estuvo enamorado de niño, una mujer de la que estuvo enamorado sin ser correspondido y que parece haberle inspirado a la protagonista de una de sus novelas, un amigo y colega universitario y otra colega con la que mantuvo una romance). Por último, el investigador también cuenta con unos cuadernos del autor en los que aparecen fragmentos de texto no fechados. Los textos son semejantes a las notas del primer capítulo y tanto en estos como en aquellos, al final, aparecen indicaciones sobre ulteriores desarrollos, como si pudieran ser utilizados para profundizar en algunas cuestiones tanto personales como no.
Con estas piezas Coetzee, cuya capacidad como arquitecto narrativo con vocación experimental parece indudable, consigue montar un excelente autorretrato del artista que dejó ya atrás la adolescencia y cuya vocación, plenamente afirmada en su interior, no ha hallado aún eco receptor entre el público. Si en Infancia y Juventud, el escritor enfriaba los elementos confesionales implícitos a través del uso de la tercera persona, tan coherente con esa visión asentimentalizada y detallista que le caracteriza, aquí lo hace poniendo la matière narrativa en la fresquera, gracias a la inclusión de un caleidoscopio de perspectivas, entre las que la pretendidamente autobiográfica, sustanciada a través de los fragmentos citados, no es sino una entre otras y, al tiempo, la que más se ocupa de temas de interés general, dejando de lado lo íntimo. Quizá porque, en realidad, Coetzee presenta a su personaje homónimo como alguien que tiene poco que confesar. El punto de vista que refleja casi siempre es el de quien ya ha asumido su vocación, su destino, los caminos, a menudo arduos que iba a tener que recorrer en su vocación como creador -uno de los ejes del libro-, y que todo lo más presenta algunas fisuras en cuanto a la intensidad o a la seguridad sobre los temas por los que es solicitado para fabular, llamado, en términos coetzeeanos. Con una obra tan densa a sus espaldas, resulta incluso enternecedor que en un momento dado se lamente de haber dedicado demasiado tiempo a su labor didáctica restándoselo a su faceta artística. Pero lo que más llama la atención es que el brisa de la ironía que ya empezaba a soplar fuerte en Diario de un mal año aquí parece ser una especie de viento constante que modela el enfoque de las anécdotas, hasta dotar al protagonistas de rasgos cómicos indudables, salvo para él, pues su fe en sí mismo parece inquebrantable. Esa mezcla de tonalidades enriquece, desde luego, lo contado, que acaba por convertirse en una suerte de apólogo moral tragicómico con regusto a gran verdad, esa verdad que se produce cuando confluyen en lo narrado el gusto por el detalle, la firme vocación y, al tiempo, el descreimiento.
Barnes, Julian, Nada que temer, Traducción: Jaime Zulaika. Anagrama, 2010.
Por, último Barnes, propone una autobiografía centrada en su miedo a la muerte. Con su habitual ingenio y pericia nos lleva de la mano por entre los meandros , de la historia de su familia y la de de su vida como escritor y también como lector, sinb olvidar un repaso a la historia cultural del tema. Unas gotas de divulgación científica, leídas en clave psicológico literaria, y hondas reflexiones sobre el oficio de fabular completan el menú. La figura del hermano, su alter ego filosófico no neurótico, le sirve para dar profundidad al autorretrato y delinear los rasgos de su propia figura muy a la inglesa, si se me permite recurrir al tópico, hablando en broma de lo serio y tomándose en serio lo banal. Otra manera, elegante pero no carente de sinceridad, de confesarse.
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(1) Sobre la personalidad de J. Seberg véase la novela de C. Fuentes, Diana o la cazadora solitaria, Alfaguara, 1994, en la que el escritor mejicano narra su idilio con ella y retrata una mujer en la que conviven la simpleza y la complejidad de forma dramática. http://holdontightmarie.blogspot.com/2010/09/aragoneses-por-el-mundo-segun-c-fuentes.html
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