Me da por pensar que esos cuatro personajes uniformados con chaqueta blanca que se encuentran delante del campanario son camareros del Florian. Quizá se han reunido para comentar algo sobre algún cliente imposible o para echarse un cigarro, lo cierto es que resultan un curioso grupo de no turistas, ensimismados con ellos mismos en lugar de estar atentos al escenario, como les ocurre a casi todos los demás.
Félix de Azúa decía hace poco que se iba a jubilar para poder trabajar sin distracciones. A mí lo que más me gusta de este poeta, novelista, ensayista, profesor, gestor cultural, articulista, bloguero son sus gracias. Los libros de humor puro, como los programas televisivos de humor, me resultan muy difíciles de soportar.
A menos que su autor sea uno de los pocos genios del género que ha dado la humanidad o que se trate de obras muy breves, lo que empieza por hacernos reír acaba mortificándonos. Será quizá, porque el humor, como todo lo intenso necesita de mucho paréntesis restablecedor de la calma. Azúa en un maestro en estas cuestiones.
Dos de los libros con los que más me he reído son suyos. Uno es el Diccionario de las Artes y otro, que es el que aquí nos interesa, Venecia de Casanova. De ninguno de los dos recuerdo apenas nada, salvo las risotadas que me produjeron. De otras obras suya que he leído, como Las lecciones suspendidas o Historia de un idiota contada por él mismo no recuerdo nada de nada.
Azúa, Félix, La lecciones suspendidas, Madrid, Ediciones Alfaguara, 1987. En la foto de arriba otra de sus novelas, Historia de un idiota contada por él mismo, barcelona, RBA, 1994. la primera ed. es de 1986. En esta novela, según M. Sarrión, “hay páginas desternillantes” sobre el grupo de los novísimos (Martínez Sarrión, Antonio, Jazz y días de lluvia, Madrid, Alfaguara, 2002, p., 62). Yo no las recuerdo.
Como articulista Azúa es muy brillante. Buena prueba son las Tribunas de El País. La última, al hilo de la exposición que se está celebrando en el Prado hasta hoy, día 23 de mayo (El arte del poder. La Real Armería y el retrato de corte), era estupenda:
Diccionario de las artes, Barcelona, Anagrama, 2002. La edición original, de 1995, pertenecía a la colección Diccionarios de autor, de Planeta.
Alguna de las voces del Diccionario de las Artes es ejemplo de lo lejos que puede llegar el ingenio culto productivo mezclado a la ironía a la hora de enseñar cultivando. El libro sobre Venecia tampoco tiene desperdicio. La tendencia de Azúa a vacilar cuando lo que está tratando le provoca distanciamiento por falta de fe o desilusión hace que el discurso adquiera un tono cómico admirable. Seguramente el fragmento que he escogido no les haga ninguna gracia, pero les aseguro que los hay mejores, aunque, por otro lado, a mí me resulta que este no está nada mal.
Azúa, Félix, Venecia de Casanova, Barcelona, Planeta, 1990.
El volumen hacía parte de una magnífica colección de monografías dedicadas a momentos históricos de algunas grandes capitales europeas:
Mancha que limpia: muchos de los ejemplares de esta colección, Ciudades en la Historia, acabaron siendo saldados en grandes almacenes. He aquí tres de los mejores, alguno de ellos reeditado posteriormente:
Manuel Vázquez Montalbán, Moscú de la Revolución, 1990; Mendoza, Cristina y Eduardo, Barcelona modernista, 1989, y Benet, Juan, Londres victoriano, 1989.
He aquí el fragmento sobre los cafés venecianos y el Florian:
Azúa, op. cit., 113-14.
Papa terminar reproduzco dos estampas que retratan a Azúa como príncipe del ingenio, de esa chispa inteligente que a J. A. Marina le cuesta concebir como verdaderamente productiva.
1994- Marzo:
Pániker, Salvador, Cuaderno amarillo, Barcelona, Plaza y Janés, 2000, p., 210-11.
José María Caballero Bonald habla de su primer viaje a Barcelona a finales de los años 50. En un momento dado trata sobre sus contactos con los jefes de Seix Barral. Azúa, nacido en 1944 ya prometía. Quizá no tuvo buen señor poético.
Caballero Bonald, José Manuel, La costumbre de vivir, La novela de la memoria II, Madrid, Alfaguara, 2001, p., 195-196.
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