By Jennifer Gay March 23th, tuesday, 12:00 and 19:00 (Salón de actos)
Al hilo del título de esta charla coloquio me permito recomendar la lectura de un libro que apareció en septiembre del año pasado. Se trata de El ruido eterno:
Ross, Alex, El ruido eterno (escuchar al siglo XX a través de su música)
Barcelona, Seix Barral, 2009 Páginas: 798
Precio: 24 €
Traducción: Luis Gago
Reproduzco en negrita las palabras que M. Rodríguez Rivero le dedicó en El País en el momento de su publicación:
Imprescindible
Pertenezco a una generación que atravesó la enseñanza primaria y secundaria sin recibir la menor educación musical. De manera que llegué tarde a la música clásica. El jazz me había ayudado a combatir cierta sordera al ritmo que, en todo caso, nunca llegó a ser como la del Che Guevara, de quien Oliver Sacks cuenta en su ensayo Musicofilia (Anagrama) que "se le podía ver bailando un mambo mientras la orquesta tocaba un tango" (lo mismo le pasaba en política). En todo caso, tardé en interesarme por la música del siglo XX: mi horizonte se clausuraba en Mahler, más o menos. Tuve que esperar hasta 1991 para que se produjera mi particular epifanía: ocurrió en el Auditorio Nacional, mientras me dejaba fascinar por la marcha fúnebre del Cuarteto número 15 de Shostakóvich. Desde entonces he intentado ir escuchando lo más imprescindible. Y traté también de leer sobre ello, pero nunca encontré libros que me resultaran suficientemente atractivos como para animarme a terminarlos. La crítica musical que leía en la prensa (cuando la había, que ésa es otra) solía dejarme siempre con la sensación de que yo estaba tres pisos más abajo del nivel del lector al que se dirigían. Sólo había un crítico al que entendía y que, además, tenía la virtud de entretenerme y avivar mi curiosidad. Ese crítico es Alex Ross, que viene ocupándose de la crítica musical de The New Yorker desde hace más de una década. El tipo es (aún) joven y culto. Estudió en Harvard, donde, por cierto, ejerció de disc jockey de música clásica para la emisora de la universidad. Es listo, irónico, brillante, literario, ameno, elegante. Bueno, pues esa joya publicó en 2007 el libro que cambió mi vida: The Rest is Noise, una estupenda historia cultural de la música del siglo XX en la que no hay ni una sola notación musical y todo está perfectamente contado y salpicado de anécdotas y detalles que convierten la lectura en un auténtico gozo. Los capítulos sobre la música bajo Stalin y Hitler no tienen desperdicio, por ejemplo. Bueno, pues enhorabuena: el libro lo publicará en septiembre Seix Barral (traducción de Luis Gago) con el título (que no me gusta mucho) de El ruido eterno. Ya he encargado algunos ejemplares para regalar a los amigos. Y, por favor, perdonen mi entusiasmo, tan naíf.
Esta previsto que la lectura del libro pueda completarse a través de un sitio web (www.therestisnoise.com).
El motivo por el que traigo a colación este libro, y ya iba siendo hora de decirlo, es porque el cuarto capítulo de la primera parte, para un lego en la materia como yo, permite hacer una excelente repaso por la música negra des los años veinte hasta finales de los años cincuenta, con especial atención a las difíciles condiciones de producción de los músicos cultos negros y a las relaciones entre la música popular afroamericana y la música culta. El capítulo se titula Invisibles: Compositores estadounidenses de Ives a Ellington, (p158-204) (http://www.therestisnoise.com/2007/01/chapter-4-invis.html)
He aquí un pequeño fragmento en el que se cuenta una anécdota de D. Ellington (p.197):
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