domingo, 3 de abril de 2016

Olivares de ciudad, belleza estéril



La domesticada naturaleza urbana
-aseadas zonas ajardinadas, setos cortados a navaja, parterres rectilíneos, aburridos corredores de césped, pequeños estanques ensimismados- se rebela en las juntas de la baldosas de los barrios, a través de las que asoman delicadas plantas vulgares, en los alcorques agredidos por abruptas raíces que se desperezan, en árboles tumbados por el cierzo hipohuracanado. En ese crisparse de las pacíficas relaciones entre hombre y naturaleza renace la idea que ésta pudiera haber existido en algún momento como algo ajeno a la mano aquél. Nada de eso, la mera idea implica intervención de uno sobre la otra. La naturaleza bruta no es más que una utopía, que quizá tenga que ver con el jardín del Eden, el apocalipsis o el diluvio universal: "...en lo que a estas cosas se refiere, una grandísima parte de lo que decimos natural, no lo es; sino que, antes bien, es del todo artificial" (Leopardi, Elogio de los pájaros). Una de las acepciones de lo llamamos cultura se refiere a toda intervención del hombre sobre la llamada naturaleza, realizada para resolver sus necesidades: esconderse tras un seto para lo que sea pertenece al mismo ámbito que escribir Los pichiciegos.
En la ciudad,  los olivares, lejos en todos los sentidos de quienes los cultivaron, desanimados de su función productiva, reducidos a meros testigos mudos del paso de los coches, solo atendidos, a veces, por melancólicos jubilados que recuerdan su juventud aceitunera o quizá no soportan que se pierda esa mínima cosecha, son quizá el mejor ejemplo de la naturaleza desbravada, reducida a mero adorno (estética de una moral impostada) de la concejalía de turno. Allí, en pequeños grupos intimidados, familias petrificadas, parecen visitantes de otra galaxia, convidados de conveniencia, y, souvenir de lo que fueron, nos recuerdan que un día el hombre habló con los árboles, con las fuentes, se le aparecieron deidades en el cauce de los ríos, una de ellas sobre un pilar o un monolito, no recuerdo. Olivares alienados, vuestras aceitunas se han hecho amargas, vuestro pelaje ralo, como el mío. Sois belleza estéril y pintáis menos que una bailarina flamenca de plástico sobre una televisión de tubo en una residencia de ancianos en las afueras de Zaragoza.

Intersecciones natura/cultura





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