Estos primeros días de verano en Zaragoza invitan a la tristeza. El calor de la salida de la ciudad hacia Huesca, disuelto en miles de aguijones, las hojas del atardecer girando sobre los parterres, junto al puente de la Almozara, empujadas como ratones por la flauta del viento hacia las feas calles interiores del Actur, los supermercados a 20º grados y un ruido mortecino que anestesia, ese sol que se va demasiado tarde sobre las pastosas algas del río. La tristeza de principio de verano me mata como un aguacero de punzadas sin ritmo.
De su vuelo suicida, de su manera de engañar a la vista, convirtiéndose uno en otro, robándose secretos al oído, como una troupe de ballet en fiesta, nace una melancolía que todo pone en cuestión, ablanda o endurece la costra dolida de desasosiego. En las interminables tardes olímpicas, amenazadoras pechonalidades de piscina, me tumbo y soy una radio llena de interferencias. Leo libros que no recordaré.
Al volver a casa, por fin, los vencejos del patio mientras tiendo la ropa.
Fotos de fotos de la exposición La fotografía como intervención, de Carlos Garaicoa
Foto de una obra de Nacho Criado (Exposición Agentes colaboradores)
No hay comentarios:
Publicar un comentario