Tenían razón los apaches del lejano oeste cuando se negaban a que los protoperiodistas les hicieran fotos. Toda buena foto es una pillada, te roba el alma. Recuerdo que en Á la recherche du temps perdu, el pintor, Elstir, es tan bueno porque sus retratos descubren aspectos que el retratado desconocía de sí mismo antes de ser pintado. Entre el arte que pretende crear realidad y el que la imita, pero desvelando aspectos ocultos, subrayando lo celado a través de lo evidente, me quedo claramente con el segundo. El primero es raro que no sea vanamente retórico. El otro es el que despereza las fantasmagorías benjaminianas y habla al corazón pensante. Es verdad que el término pillada implica que lo retratado es ilícito, inconveniente, inoportuno, molesto, algo que no se querría enseñar y no siempre la buena foto muestra eso. Lo que pasa es que una mirada, un gesto de la mano, una postura, un tono, un principio de frase, son las cosas de las que quizá más nos avergonzamos, porque los calzoncillos o bragas al aire, los ombligos o las rajas del culo y sobacos desnudos, que hasta no hace mucho eran ocultados, han pasado a ser de dominio público.
Estas delicadas fotos de André Kertész (1894-1985) son verdaderas deliciosas pilladas desde una ventana indiscreta:
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