A mi hija, cuando era pequeña, le enseñaron en el colegio las funciones fundamentales del cuerpo, algo que yo nunca estudié. Respirar, digerir, expulsar y alguna más que ahora no recuerdo, hasta tal punto me desconozco. En una foto de un negocio francés de arreglos de ropa que hice en París me aparecen otras palabras elementales: rétrécir, élargir, raccourcir, allonger, estrechar, ensanchar, acortar, alargar, metáforas que indican también movimientos básicos del cuerpo entendido como un chaquetón o unos pantalones que no nos acaban de quedar bien y hay que retocar:
Entre esas cosas que hacemos de forma automática, pero que son absolutamente necesarias para sobrevivir, se encuentra recoger, algo cuyo aprendizaje supone notables esfuerzos de humillación ante la realidad. Es raro que alguien se oponga a respirar, a contraer y dilatar los pulmones, y es difícil proyectar en una operación tan primaria actitudes de rechazo del mundo, afanes de singularidad. Aunque ahora que me acuerdo, los jainitas, entre los que se encuentra la hija del pelirrojo de Pastoral americana, de Ph. Roth, problematizan hasta la respiración, porque creer que su aliento puede matar a otros seres vivos. El tema de la digestión es ya otro cantar, porque está ligada a algo tan rabiosamente culturalizado como el comer. La rebeldía que fue política con Franco, en estos últimos años había pasado en buena parte a ser vegetariana. Puestos a escoger dónde descargar nuestro descontento con el mundo, un buen punto de focalización es el sacrificio animal (Coetzee dice que los primeros grandes mataderos de animales construidos en EEUU seguían los planos de los campos de concentración nazis) y la ingesta de carne. Pero quizá, como decía, es recoger el punto clave de fricción con el mundo, el punto donde el narcisismo primario se pone a prueba frente a la socialización, en particular en el ámbito familiar. Claro, que quizá mejor pecar por defecto que por exceso, porque también hay un narcisismo maniaco en quien ordena por placer, a menudo para evitar enfrentarse al verdadero orden elemental, el del alma.
Dentro del largo y trasversal capítulo vital que es el orden, el de los platos y cacharros de la cocina merece una especial atención. Fregar después de o al rato, o al día siguiente, o cuando se pueda, o pagar para que te lo hagan, son todas ellas medidas imperfectas frente a la gran solución, que consiste en desprenderse de los enseres, en usar una nueva vajilla, nuevas sartenes autoadherentes (Cfr. foto), cazos y hasta nuevo termomix cada vez que se cocina. Como es algo que no está al alcance ni siquiera de los corruptos, caben dos soluciones, actitudes o formas de enfrentarse al trascendental problema, la del hombre o mujer racional, que valora en cada ocasión la conveniencia de cuándo hacerlo, según las ganas y circunstancias en las que se encuentre, y la del cabezota o cabezoto, que siempre quiere hacerlo después de acabar de comer, de cenar, de desayunar, en el mejor momento personal, televisivo, emocional, en el momentazo del día, en único en el que se funden el cuerpo, con el estómago lleno, y la mente satisfecha, si no fuera por los horrores del telediario.
En fin, que veo las fotos que aparecen a continuación y me siento como Hamlet con la calavera privilegiada: fregar o no fregar, esa es la cuestión
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