Huir, dejar lo que estás haciendo, el lunes que te amenaza, las paredes que se estrechan. Huir un rato al baño, quizá llorar bajo la ducha, poner la cara entre las manos sentado en el váter. O salir a fumar, no querer hablar, sentir que coger el tranvía te pone los pelos de punta, tener que agarrarte a la barra para no ser apalizado por los frenazos y las curvas de la vida. Huir de vacaciones, a los mares del sur, a las Seychelles en viajes para singles o a clubs de alterne para parejas, huir a la cama a oscuras, hacer como el empresario de Vázquez Montalbán, o lo contario, como Rimbaud o como Gauguin…Huir, aunque sea un rato, una tarde, a comer fuera, y encontrarte contigo mismo en el Vips o a miles de quilómetros empeñado en construir la Maison de la joie en un edén que no existe como demuestra la mirada triste, desolada, de las aborígenes que tanto gustan a Tita Cervera. Huir dos mil metros para abajo, a la cueva de Voronia o de Kruber (en georgiano: კრუბერის გამოქვაბული; en ruso: Крубера-Воронья), y al tocar de nuevo el suelo mirar el reloj –se me olvidó quitármelo- y volver a sentir la angustia.
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