Entre los ilustres, los ha habido de todo tipo: filósofos que acabaron abrazando el islamismo o medio locos, como Garaudy y Althusser; otros a los que se les atribuyeron coqueteos con la lucha armada, como Toni Negri; otros que acabaron en las tertulias de las peores televisiones renegando de todo menos de ellos mismos y de quienes les pagan, como Albiac; otros, cuyo comunismo duró lo que dura un sueño de
verano, acabaron siendo ministros del PP, como Piqué. Es verdad que unos pocos, como Fernández Buey, murieron con las botas puestas. También lo hizo su maestro, Manuel Sacristán, de fe falangista en su adolescencia. Los hubo también que en el comunismo vivieron grandes aventuras, como, sin ir más lejos, J. Semprún, pero también los hubo que fueron asesinados, como Grimau, en la línea de los históricos Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Los hay que son historiadores de primera línea, como E. H. Carr, que, como recuerda Judt en Olvidado S.XX, nunca ha renegado de sus creencias, y sobre todo, nunca ha denunciado desmanes; hispanistas muy dotados, como Blanco Aguinaga; historiadores del arte, como Anthony Blunt, de los Cambridge Five, tan bien recreado por Banville en El Intocable. Y también los hubo grandes escritores, como Grossman, que denunció todo lo denunciable, pero siguió creyendo en ideales parecidos a los que llevaron a las prácticas que había denunciado. Por haber, hay hasta estupendos personajes literarios, como Ira Ringold, el protagonista de Me casé con un comunista, la novela de Roth. Pero, es que, si lo piensas bien, los hubo provenientes de todas las clases sociales, la duquesa roja o, si me apuran, el mismísimo E. Berlinguer, hijos de capitostes miltares que tuteaban a Hitler, como la hija de Hammerstein, al que espió, según cuenta Hans Magnus Enzensberger en Hammerstein o el tesón, y tantos hijos de don nadie, de los que no sabemos nada de nada, pero que se la jugaron y perdieron o medraron, denunciaron o fueron denunciados, abjuraron o tragaron, sinceramente o por conveniencia. Los hubo españoles, que entraron en el París ocupado antes que nadie, y otros que denunciaron a compañeros, sabiendo que la denuncia era falsa, que fueron torturados, denunciados, expiados, purgados, acusados de desviacionismo, revisionismo, trotskismo, y casi más ismos que los de las vanguardias, por sus camaradas. Ah, y los hubo que sabían que creían, quiero decir que eran conscientes que lo suyo era una creencia parecida a la que criticaban en otros, creencia, superestructura, un traje a medida de sus debilidades, porque necesitaban un hogar, una iglesia, un dios.
Pero no les voy a cansar con más enumeraciones de tipos, actitudes, tendencias, afinidades, porque todo cupo en la larga historia de los movimientos comunistas. Ayer murió uno más, postrer vestigio de lo que impulsó en todo el mundo la Revolución de octubre. Murió uno más, y eso, sin duda hay que concedérselo, de los que creyeron en un mundo mejor, sin pobres ni ricos, en el que se pudiera pedir a cada uno según su capacidad y en el que cada uno recibiera según su necesidad, un mundo por fin sin estado represor, disuelto por innecesario, superfluo, muerto por inanición. En el camino cometieron barbaridades, unos más y otros menos, y de ella son responsables personalmente, sin excusas, pero, y eso también hay que aceptarlo, si no hubiera algo muy poderoso en la idea que les llevó a la acción, un confuso anhelo de justicia, de igualdad, no se hubieran movilizado millones de personas en la lucha contra las dictaduras y, por desgracia, a veces también, contra las democracias. Carrillo fue uno de ellos.
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