Aldabas de Tenerife (II). La Laguna, la città ideale que se vuelve pesadilla a la hora de buscar el coche de alquiler aparcado quién sabe dónde.
Agarrarse a una aldaba o hacerle una fotografía es como decir “tula” o hacer chufa en el juego infantil de perseguirse, un paréntesis de calma, de momentánea felicidad, antes de a tener que volver a correr. Vas por la calle de una nueva ciudad como si entraras por primera vez en El Corte Inglés, con tantos reclamos visuales que no sabes dónde mirar. Que si una cornisa, una ventana, un patio en sombra con un pozo en medio, un escaparate, tantos focos de atención que acaban en jaqueca. Además, poco a poco se va haciendo tarde, quizá ya la hora de comer, y vas sintiendo la conciencia magullada, porque sabes que te perderás cosas, detalles, una capilla, una tumba, un árbol sobre los que después leerás estupendas páginas. No, a aquella ciudad no volverás nunca más y no habrás gozado el inmenso placer de ver un cuadro, quien sabe si una fundación entera, como la dedicada a Cristino de Vera en La Laguna. Ir buscando aldabas te ahorra incertidumbres y, aunque incómodo para los que te acompañan, que tienen que estar parándose cada poco, da sentido a las visitas, pues el botín de imágenes digitales que consigues es un consuelo frente al tiempo que pasa, las vacaciones que se van, los días que escapan. A veces, desdeñas una aldaba que ya tienes de otra ciudad o que es muy ramplona, a veces, incluso, la desdeñas dos días seguidos, pero, a menudo, cuando pasas delante de ella por tercera o cuarta vez, reencuentras el placer de decir “tula”. Fea y herrumbrosa o rara y preciosa, lo que cuenta a la hora de hacerle una foto es ese instante de orden, esa sensación de haber llenado un hueco, haber calmado un atisbo de desazón, que mueve al coleccionista y al jugador a seguir queriendo otra partida, otra imagen más.
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