Aldabas del casco histórico de Cáceres (I)
Verdades a medias
Los cascos históricos homogéneos, cuanto mayores y más conjuntados más producen sensación de irrealidad, como si fueran esas ciudades ideales que gustaron a los renacentistas y también a los regímenes autoritarios. El turista que visita ciudades como Cáceres, por momentos tiene la sensación de que todo fue hecho de golpe, saltándose la acumulación desordenadamente ordenada que implica el desarrollo urbano. Quizá, el cúmulo de sensaciones que producen estos centros históricos solo sea una variedad del síndrome Stendhal, ligada a la aparición de los parques temáticos, las Vegas incluida en este concepto. Antes me disgustaban profundamente esas imitaciones de la realidad, que en pequeña medida, reproducen los bares temáticos, esos que, en pocos días, convierten los locales tradicionales en cantinas mejicanas, garitos brasileños, africanos o tabernas del oeste, con toda una parafernalia ad hoc de objetos, muebles, rinocerontes, cocodrilos, máquinas de coser y decenas de fotos de época fotocopiadas. Antes, cosas semejantes me parecían una suerte de engaño a la vida, al tiempo que exige cada cosa, los viajes, el conocimiento. Hoy, aprecio más los atajos y no desprecio a quien piensa que se ha ahorrado un viaje a Venecia porque ha visitado una réplica, aunque sea en miniatura, de la Plaza San Marcos, y hasta a lo mejor ha entrado virtualmente en los calabozos del palacio. Ocurre que ese turismo banalizado, poco a poco, lo que va convirtiendo en irreal, innecesario, superfluo, es a la realidad que imita. O, por lo menos, va tiñendo a la experiencia real de la visita a un casco histórico como el de Cáceres de sensaciones parecidas, cuando no peores a las que produce la visita a un buen parque temático.
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