miércoles, 10 de marzo de 2010

Rincón de los reportajes. Batallitas y merchandising taurino. Más perdido que Carracuca sobre la cuestión del toro: bullfighters, bull trainers, bull lovers, bullfigthingphobics, bull-baiting, bull-ring y hasta bull-runnings.

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Un regalo taurino. Lista de artículos en venta en una tienda situada cerca de la madrileña plaza de las Ventas.

Ando dando vueltas al asunto ya desde hace meses. Nací cerca de la plaza de toros de las Ventas, en Madrid. El portero de mi casa, para sacarse un dinerillo, era acomodador de fin de semana en el coso y, a veces, durante la feria de San Isidro, nos daba alguna entrada de tendido. Había conseguido el puesto a través de otro vecino, D. Rafael Campos de España, conocido crítico taurino. Otras veces, de pequeño, iba a la plaza con mis padres. Recuerdo haber aborrecido el espectáculo, quizá porque no me querían dejar solo en casa y me obligaban a acompañarles. Cuando eran novios, mi padre también llevaba a mi madre a las corridas. Recuerdo haberle oído contar a ella de cuando vio a Manolete, Arruza o Bienvenida. Después, compartí afición con un hermano mío. Durante temporadas asistí a la plaza por San Isidro, la feria de Otoño y hasta muchos domingos al tendido del siete, a protestar, o ver cómo protestaban, sobre todo, los cuatro de turno, cómo a la menor decían “pico”, “pico”, si el matador ponía oblicua la muleta al citar a la res. Vi a Sánchez Ferlosio, I saw his ribbons and his bows, y al erudito americano David Reher. También vi a un toro desnucarse contra el lateral de cemento de una barrera y quedar allí a la espera de una puntilla que no había manera de dar por la postura de aquel cuerpo de más de 500 quilos. Otro día, vi salir al ruedo a un perrillo, creo que durante una Corrida de la Prensa, y vi cómo no había manera de atraparlo, cómo se hizo de noche y tuvieron que encender los focos y pasamos de las dos horas habituales que dura una corrida a más de tres. También vi el mechón blanco del redivivo Antoñete y alguno de sus trincherazos y medias verónicas. Creo que hasta le vi cortar una oreja. Y vi al albatros Rafael de Paula hacer el paseíllo patizambo y al poco convertirse en el bailarín conocido como er pinsé. Le vi, además, salir del ruedo entre almohadillazos, pero también estuve presente cuando, de repente, el toro le gustaba y hacía una chicuelina y la plaza enmudecía y el paso del tiempo se alteraba, más que en Perdidos. Una chicuelina y, todo lo más, la emocionada espera de otra. También a Curro Romero le vi hacer de las suyas ante un público dispuesto a lincharle o a rendirse ante él, pero a no perdonar que el tarro de las esencias se quedara cerrado y el diestro de Camas se fuera de rositas. Y es que, a quién no le gustaría vivir mecido en una de sus verónicas. Y a Manolo Vázquez, magnífico en su austeridad, también le vi. Y a Morenito de Maracay, poniendo banderillas y yo riéndome, para impresionar a mi novia, de aquellos ademanes pintureros. Y vi a Esplá, el erudito, y a un hermano suyo, que me parecía mejor torero.

Nestoque Después, dejé de ir a los toros. Una de las últimas corridas que vi fue en Ciempozuelos, desde la barrera, porque mi padre tuvo que ir como Médico de pueblo. Se habia jubilado de otro trabajo y pidió el reingreso en aquel cuerpo. Desde la barrera, el espectáculo me acabó de disgustar. Aquel ballet, visto de cerca, se hacía amargo. Después, con el paso del tiempo, creo que en algún momento me sentí declaradamente anti taurino y esperaba la columna anual de Vincent en El País para festejar mi nueva fe. Pero, he de decir que si me caía una entrada entre las manos la aprovechaba y si se trataba de buenos toreros disfrutaba hasta de momentos de solaz durante la lidia.

Al hilo de la polémica suscitada por el debate que está teniendo lugar en el parlamento catalán sobre el tema (http://www.abc.es/20100303/toros-/salvador-boix-levanten-sitio-201003031049.html), me llegó un correo titulado Artistas o asesinos hace unos días. Todo él rezuma maximalismo –ergo simplicidad. Dándole crédito, los toreros no serían otra cosa que un grupo compacto de crueles malhechores y la corrida una actividad en la que se mata por mera diversión, llena de atrocidades y cruel refinamiento, una ciencia de la tortura, en palabras textuales. En el lado contrario, a distancia sideral de la primera postura (aunque mirada la cosa con detenimiento la distancia que separa a unos y otros es la misma que separa a los extremeños), se sitúan los defensores a ultranza de la llamada Fiesta Nacional, entre ellos los que quieren declararla Bien de interés cultural y apelan incluso a la Unesco(http://www.elmundo.es/elmundo/2010/03/05/toros/1267761653.html), como si así el debate quedara ventilado ad aeternum, gracias a una especie de creencia en que lo cultural es carne de dios, intocable, inmarcesible, sagrada, aunque, en verdad, la etiqueta cultural está mas bien ligada a cosas como la letra de aquella canción… “me lo dijo Pérez, que estuvo en Mallorca y vino encantado de todas las cosas que vio por allí”. Se cuenta que un parlamentario inglés tiró a otro un vaso de agua en respuesta a sus comedidos argumentos sobre una cuestión. El agredido, aunque incómodo por lo mojado que había quedado, le contestó: “Bueno, sigo esperando su argumentación”. Creo que las posturas maximalistas descritas son jarros de agua helada lanzados contra el oponente, que dicen más de quien las lanza que de aquello que se trata de dilucidar, porque, en tanto que argumentos, carecen de peso. En cuestiones complejas como esta, en la que hay en juego tantos factores e intereses de todo tipo, legítimos y seguramente alguno también ilegítimo, es en las zonas grises donde radica el quid y no en las zonas extremas, o sea, en las que ocupan, por un lado, los abolicionistas radicales y, en el otro los defensores de las esencias culturales patrias.

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Es verdad que el toro de lidia sufre de forma brutal durante la corrida, pero también lo es que en su vida previa vive, podríamos decir, como un señor, libre, con espacio, bien cuidado y alimentado, en compañía de sus congéneres. Es verdad que en cierta medida el sufrimiento del toro es gratuito, si por gratuito entendemos que podríamos prescindir de la corrida sin riesgo para nuestra vida, pero también lo es que podríamos prescindir de todos o la mayor parte de los alimentos que provienen de animales con sistema nervioso central y cuya vida es más desgraciada que la del toro. Es verdad que el toro muere en el ruedo mala manera, pero también lo es que los animales de matadero mueren en especie de centros de exterminio, por decenas de miles todos los días. Como dice Elisabeth Costello, un personaje de Coetzee, quizá su alter ego en estos temas:

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Coetzee, J.M., Elisabeth Costello, Barcelona, Debolsillo, 2005, p. 102-103.

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Entre los contarios a la corrida los argumentos son poderosos, como, por otro lado, no podía ser menos ante la evidencia del espectáculo. Lo que pasa es que el tono, a menudo, es excesivo y hace pensar que la ilustración de cuya herencia se reclaman herederos tiene tintes iluminados. Es el caso de J. Mosterín en las páginas dedicadas al tema en Vivan los animales (ed. Debolsilo, p. 251-270).

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Afirmaciones como las siguientes pecan, en mi opinión, de verborrea lógica y poco ayudan a configurar una imagen realista de la cuestión: “…siguen una faenas de capote…Es el único momento de la fiesta taurina que una persona sensible puede contemplar sin sentir ganas de vomitar” (p. 258); “Los políticos…prefieren seguir la corriente al poderoso grupo de presión de los empresarios taurinos, que mueve miles de millones de pesetas embruteciendo a las masas…” (264); “…el hortera mundo taurino, con su cursileria supersticiosa, su sensibilidad embotada y su retórica ramplona y achulada.” (P. 269).

Es verdad que el momento dulce de la corrida son los quites con el capote y, ahora que me doy cuenta, casi todo aquello a lo que me he referido en mi experiencia como espectador tenía que ver con ello, pero es un exceso augurar que cuando por fin se llegue a la abolición del espectáculo “los picadores, toreros y demás ralea recibirán una beca para que aprendan un oficio con el que ganarse la vida honradamente.” (p. 270). Mosterín acusa a a F. Savater de no estar a la altura de su habitual finura en el tema -sobre la posición de este véase, por ej., http://www.elpais.com/articulo/cultura/abuso/arrogante/elpepicul/20100304elpepicul_3/Tes-, pero se tiene la impresión de que, por momentos, quien adolece de finura es él mismo. No me parece suficiente responder a los a menudo endebles argumentos –“o, más bien, exabruptos” (p. 265)- de los defensores de la fiesta (p. 265-268). Más bien, habría que plantear argumentos de fondo sobre nuestra relación con el medio y sobre el difícil equilibrio entre la crueldad y el ejercicio de la violencia necesaria en relación al desarrollo de la vida humana. Rebatir lo simple no es suficiente si se quiere convencer, además de vencer.

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Si se ha de dar un voto de condena pública al espectáculo yo estaría de acuerdo, porque encuentro pocos argumentos positivos a favor de él y bastantes negativos. Entiendo la afición como una especie de vicio privado, no sé si grande o pequeño. No creo que estar afectado por él y estar dispuesto a considerar sus aspectos negativos sean cosas incompatibles. Pero, prohibir, como pretenden las recientes iniciativas, es otra cuestión. No se puede excluir la medida, desde luego. Sin embargo, antes, se debería intentar llegar a un acuerdo maduro, en esa zona gris en la que se mueve la vida adulta, un acuerdo que, como es de rigor, no contentara a nadie, pero que supusiera un esfuerzo por ponderar las razones propias y ajenas, más allá de los intereses de parte, en aras de bien colectivo. Ese sí que debe ser un imperativo ético, tal y como yo lo veo, un imperativo de la actividad política bien entendida.

1 comentario:

  1. Caro Melmoth:

    Como vecino del coso de las Ventas, aunque algunos metros más lejos que tú, debo decir que nunca me atrajo la fiesta, no por lo sangriento ni por la crueldad, simplemente no me atraía. Recuerdo las tardes en que no podíamos caminar por la Avenida de los Toreros porque estaba llena de coches aparcados por la corrida; me acuerdo de los ruidos de la gente gritando olé y otras cosas peores.
    Quizás fue porque mi madre era ferviente admiradora de las corridas de toros y le daban tanto miedo que siempre losveía por televisión.
    El caso es que allá por finales de los setenta y principios de los ochenta, encontré a un amigo, gran aficionado, que me estimuló para ir. Y fui a varias corridas, intentando disfrutar. Tanto fue así que un día me atreví a llevar a mi madrepara que viera los toros en directo. Creo que nunca lo ha pasado peor en su vida.
    Resumiendo, vi a Espla -Luis Francisco- torear maravillosamente, vi a Espartaco, vi... muchas cosas, entre otras a un indecente MORENITO DE MARACAY atravesando de lado a lado -pero horizontalmente- al pobre toro que no le había dado una buena tarde. Como dices, lo sacaron a almohadillazos, pero siguió figurando en los carteles por otras buenas temporadas.
    No puedo decir que me gusten los toros, no puedo decir que no me gusten los toros. Me da igual. Si los veo, disfruto normalmente; si no los veo, no los echo de menos.
    Lo que me molesta son los debates innecesarios, acalorados, intransigentes ysobre todo, enrocados en posturas irreconciliables. Me parece un pérdida de tiempo y saliva.
    Saludos cordiales

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