La última exposición del Rincón del gato está dedicada a la Casa de Dios (Épila), toda ella obra de Basanta. El texto de presentación y de despedida es de Ricardo Duerto:
Que llueva el frío placer en su memoria,
mientras sus ojos se llenan
de todos los torpes besos de ciego,
de todos los ruidos de aquellos cristales
que entre los dos reventasteis
para formar en secreto vuestro tesoro.
(Collar abandonado, El Drogas)
Un español tiene que intervenir porque le ha tocado un
paisaje que no es paisaje, sino un problema a resolver. Una especie de enigma
esotérico que esconde en el polvo la respuesta a lo que se ha sido y se es.
(La España vacía. Viaje por un país que nunca
fue. Sergio del Molino)
Libres os quiero
Épila se asienta en una
extensa planicie cuyo valor geoestratégico en el nordeste peninsular no ha
pasado desapercibido para un reciente grupo empresarial catalán. Lo que es el
pueblo encarama sus casas en torno a Santa María la Mayor, una robusta iglesia
parroquial desde la que se otea un fragmento de España vacía. A las afueras,
entre campos de cereal, se erige el castillo o fortín que Julio Basanta, artífice
y propietario, proclama, en los azulejos de la entrada, como La Casa de Dios.
Cerca de una azucarera abandonada hace décadas y al otro lado de unas vías de
tren por las que muy pocas veces los trenes se detienen. Por no decir casi
nunca.
Nada en los alrededores
evoca un lugar ni bucólico ni idílico. No hay rastro de bosques frondosos en
los que inspirarse, y la recóndita cala de Portlligat queda a siete horas de
coche. Nada en la Wikipedia -esa enciclopedia de andar por casa- menciona la
Casa. Ni al autor. Tierra vacía. Ni en el apartado de patrimonio artístico ni
en el del paisajístico. Ni tan siquiera en la sección de Curiosidades, en donde se destaca que la de Épila es la única localidad
que posee un paso para la muerte en donde unos alabarderos escoltan al ángel
encargado de cerrar el ataúd, lo que convierte a su Semana Santa en “visita
obligada”.
Llegamos un día de finales
de marzo, a la caída de la tarde. Julio Basanta podaba ramas al otro lado del
murete. Creo que era una higuera. Recibió al cuarteto de curiosos como materia
impertinente, pero se fue soltando. Habló de su oficio de albañil en su más de
media vida en el barrio de Las Fuentes de Zaragoza, de su obligado retiro
durante la crisis económica y de la visita de Crónicas marcianas, aquel programa que hizo arte con la llamada telebasura.
Todo ello acompañado a contraluz de la figura de su santa, con la que ha
formado en secreto su divino tesoro y cuyo nombre es, en sí mismo, una
revelación: Luz Divina Díez.
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Al primer impacto que el
desconcertante escenario provoca cuando te acercas, se suceden reacciones que
he visto oscilar desde el desatado fervor hasta el declarado espanto, pasando
por la simple falta de aprecio. Educados como estamos para la excelencia y el
virtuosismo, resulta fácil activar los prejuicios. Que si el canon, que si la
proporción, que si la perspectiva áurea... Yo agradezco la falta de artisteo -ese antiguo postureo- y no hay nada en este artista
que me resulte impostado, como no sea ese gesto mecánico en el que alza las
manos por encima de su cabeza, con las yemas de los dedos hacia el suelo,
cuando se sabe retratado. Julio Basanta no es un teórico gurú, y ejerce en esa
zona estrecha en la que hay gente que vive ajena a las etiquetas, porque
sencillamente las ignora, sobrevolando la vergüenza del outsider o el orgullo del friki.
Y sí, los hay que pronto
catalogan semejante rareza en el apartado de Arte Bruto (Art Brut), que el francés Jean Dubuffet destinó para esas
expresiones matéricas, espontáneas, lejos de la sofisticación, que entroncaban
con el primitivismo. No era arte naïf. No era arte refinado. Era arte libre de
ataduras convencionales, libre del peso de la tradición artística. Necesaria
liberación para artistas sobre los que no se había posado la mirada. Como los
niños, los presos, los marginados sociales, los enfermos mentales y todo aquel
que a día de hoy se quiera sumar.
Como los hay también que se
aproximan al cuadro escamoteando la
palabra arte, como si designara una selecta
denominación de origen. Los mismos que sacralizan el bolero de Ravel en
detrimento de los tambores de Mayumana, los que disputan el término de
literatura erótica a un buen relato pornográfico o los que escatiman el arte de
una tela pintada a mano en Senegal, relegándola a artesanía. Quiero creer que
el trasero quijotesco de Maritornes puede estar a la altura del de Jennifer
López. Podré o no darle al like, pero
no, no estoy en ese grupo diseñador de dicotomías. En la preparación de este
texto me ha sorprendido toparme con la pregunta de si lo de este señor es
arte o es locura, como si de términos excluyentes se tratara.
Aún estoy en fase de recuperación.
Dando un último rodeo al santuario,
veremos yuxtapuestos a Judas y a Pilatos, las barbas de Moisés y la caída de
San Pedro, los verdugos de Roma y los de Juana de Arco, la cabeza de Bautista y
una extensa colección de malditos bastardos. Entreverados, varias especies de
reptiles y demonios de ojos rojos, igualmente petrificados. Crucifijos,
cenotafios y banderas flanqueando la entrada o recortados en el azul celeste. En
el más reciente rincón, forma un ejército de soldados con cruces gamadas y una
lata de gasolina. Si se detiene la mirada, se encuentran tapas de cacerola,
caballitos de plástico, telas estampadas, relojes que marcan correctamente la
hora dos veces al día, penes de hormigón y pistolas de juguete. Al fondo, la
chimenea en desuso de la vieja fábrica.
Un mes más tarde de aquella nuestra
visita, la página de Google alcanzó récord histórico de búsquedas para “tercera
guerra mundial”. Y visualicé de nuevo, congregada en las puertas de su
castillico, esa amplia caterva de brutales verdugos, protagonistas del más
antiguo al más nuevo y sanguinario de los testamentos. Esos que todavía inspiran
la Historia de esa o de aquella parte del mundo. Los de esta España cainita,
abrupta y árida, capaz de lavarse las manos y de mirar hacia otro lado mientras
las seca al sol con parsimonia. Esas manos que, en 1977 y 2002 dispararon,
respectivamente, tres
balazos intencionados y uno “fortuito”,
matando a Vicente y a Moisés, el hermano y el único hijo varón del creador de
La Casa de Dios.
Lo que sus obras tengan de
dolor en el costado o de cruzada terapéutica, de exvotos impíos o de salvajes
exorcismos, de exaltación redentora o de grito visceral quizás ni el propio
artista lo sepa. Aun en el caso de que nada tuviera sentido o de que todo fuera
un redundante sinsentido, otra causa sobreseída más, el arte no sería muy
distinto que la expresión balbuceante de esa vida equiparable a a tale told by an idiot, full of sound
and fury.
Conducidos a este juicio
final, bajo la vacilante luz crepuscular, esta exposición, la primera que
alguien dedica en el mundo a la obra de Julio Basanta, es la última de un ciclo
que Javier Brox abrió en octubre de 2009. Con ella concluye una etapa de casi
50 exposiciones de amplísimo espectro, cuyas reseñas han acompañado a magníficas
recomendaciones culturales en el blog de Actividades extraescolares de esta
Escuela de Idiomas, OficiaI para más señas. A lo largo de las 1.848 entradas
visitadas más de 300.000 veces, hay espacio para evocaciones y reflexiones,
viajes por el mundo y paseos con el perro junto al Ebro, en un itinerario que
trenza lo nuclear con lo periférico, la impureza más clásica y la más bizarra
pureza. Un recorrido único que lo mismo ha dejado testimonio del antiguo
picaporte de una puerta que de la lápida de un cementerio. En el aldabonazo de Presentación del
Departamento, el jefe Brox declara que hablar otro idioma es “desdoblarse,
ensanchar miras, estar dispuesto a cambiar la manera de ver las cosas…”. D.E.P.
Nadie dijo que fuera fácil.
A fecha de hoy, 31 de mayo,
la ultimísima entrada del blog data de hace dos semanas y lleva por título “Entrada
libérrima”. Volviendo la vista a los inicios, la cita de T. S. Eliot
que inspiró el nombre del blog (holdontightmarie)
era una invitación a agarrarse fuerte y lanzarse cuesta abajo por encima del
erial de nieve. Que sepamos, Eliot no pisó la comarca de Valdejalón ni visitó La
Casa de Dios, pero la estrofa de referencia podría servir de irónico presagio
de esta muestra. Pertenece a The burial
of the dead (El entierro de los
muertos), la primera parte del poema The
waste land, algo así como Tierra baldía.
In
the mountains there you feel free (Uno se siente libre, allí en las montañas), dice uno de esos
versos. Y así, hemos visto cómo todo esto fluía, como arroyo que brinca, en
libérrimo trineo sobre la alegre pendiente. La sensación de ahora es agridulce.
Quiero creer que el espíritu de
García Calvo impregnaba las propuestas de su discípulo Brox Rodríguez, en su
empeño por compartir curiosidades y asombros, propios y colectivos. I want to believe, pero entre los
archivos por desclasificar, las cartelas de las galerías de arte y los modernos
proyectos educativos de centro, qué jodido lo ponen. Así que libraros quiero,
que libres os quiero.
Vaya, lo leí hace algún tiempo, pero no lo tomé en serio. Pensé que con el nuevo curso volverían las entradas, de mil a mil, pero volverían.
ResponderEliminarCreo que, una vez mas, estaba equivocado.
Gracias por todo, aprendí y disfruté muchas veces con este blog.
Muchas gracias por lo que dices, Miguel. El blog ha pasado a depender de la biblioteca. Los buenos y prolíficos tiempos pasaron. Quedará si acaso boqueando con alguna entrada esporádica.
EliminarUn abrazo.