Leslau
- Nunca he vivido de ilusiones.
Soy filólogo (Aub, Max, Campo Francés)
Decía R. Bolaño que era más feliz
cuando leía que cuando escribía. Yo soy más feliz leyendo algo que me gusta que
haciendo casi cualquier otra actividad que dure más de unos pocos minutos.
Pero cuando digo feliz no estoy pensando necesariamente en pasarlo bien como si
estuviera en un parque temático, donde, por cierto, me aburro soberanamente,
más incluso que escribiendo. Pasarlo bien leyendo puede interpretarse de muchas
maneras, riendo, sí, pero también dejando caer alguna lágrima, sonriendo, más que
riendo, a menudo, o sufriendo, con el cerebro exhausto, dudando si quiero a
alguien o si no, con mi pasado o mi futuro en carne viva. Mi presente no, ese
queda a salvo de las dudas, porque el libro es un refugio antiaéreo contra las
sirenas del deber, un perímetro sagrado que nadie debe pisar, como los
cementerios indios. Hay ruidos, voces, llamadas que te distraen, claro, pero
los más grandes momentos de intimidad los he conseguido encerrado con un libro,
en pijama, a poder ser, sin salir de casa, sucio, yendo al váter o a la cocina
sin soltar la presa sagrada, como la cabra de Miguel K. Con la edad, me he
civilizado y uso hasta marcapáginas al principio. Después, no, superada la
página 30, doblo las esquinas para no perder tiempo recolocando el adminículo y
me meto el volumen en el sobaco allá donde voy. Si me distrae el hambre o el
teléfono, los atiendo a regañadientes en arameo. Lo único bienvenido es la sed, que da gusto apagar entre
página y página. Sobre todo si los efectos del bebercio coinciden con el final
de la historia, o por lo menos con el de algún capítulo.
Cuando se me atraganta un autor,
me siento fatal, intento seguir y de hecho lo hago casi siempre hasta el final,
pero no es lo mismo, porque entonces busco distracciones, miro a las moscas que
cuando disfruto de verdad con un libro no veo, no paro de dar paseos a la
nevera, que no doy con QEERTYUIOP, de
echar ojeadas al móvil del que ni me acuerdo con el reciente Los años de Jesús en la escuela, de
tocarme el cuello dolorido, indemne con La
Cartuja de Parma, de bostezar, cosa que no hice una sola vez con El Quijote, aunque me quedé con la boca
abierta de la maravilla, incluso mientras sentía la pena inolvidable que me dio haberlo acabado, el
libro que no debería terminar nunca, como algunas pocas personas. Quizá no lo
hacen del todo, gracias al recuerdo que nos queda. Aunque el recuerdo no sería
igual sin la muerte, sin el final. Los libros, además, a veces se pueden volver
a abrir. No siempre, qué tiempos aquellos en los que arrancaba las páginas de A la búsqueda del tiempo perdido para llevármelas
a las garitas de mi mili. Cuánto gané entonces, cuántas vidas he vivido en la
piel de otros.
Ay, Lesbia mía, vivamos y leamos,
que viene a ser todo uno cuando vives bien, lees bien
Dame mil libros, después cien,
luego otros mil, luego otros
cien,
después hasta dos mil, después
otra vez cien;
luego, cuando lleguemos a muchos
miles,
perderemos la cuenta, no la
sabremos nosotros
ni el envidioso, y así no podrá
maldecirnos
al saber el total de nuestros
besos y de nuestros libros!
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