viernes, 5 de febrero de 2016

Las penas del joven Adam. galeotto fu Yeats. La ley del menor, última novela de McEwan

Leo La ley del menor (McEwan, Ian, Anagrama, 2015, trad. J. Zulaika) de tres sentadas y unas cuantas idas y vueltas en autobús de casa al trabajo. Tengo la sensación de que la traducción es insuficiente, pero una lectura así no me permite afirmarlo con rotundidad, como tampoco me permite profundizar en algunos detalles, los poemas que aparecen, las piezas musicales que se interpretan, el lío que empiezo a hacerme entre el domicilio y el club de juristas al que pertenece Fiona, la protagonista, una juez de menores en crisis conyugal tras muchos años de calma chicha, tantos como para haber llegado al borde de los sesenta sin haber cometido ninguna infidelidad. Tampoco su marido, profesor de latín en la universidad, parece haberse dejado llevar por devaneos. Pero en él la crisis de la edad unida a la calma chicha de su matrimonio, asexuado en los últimos tiempos, ha despertado la urgencia vital típica de quien está ya en primera fila frente a la de la guadaña. Que no les quedan muchos años buenos por delante y deben elegir entre una reconciliación plena y una separación definitiva, es algo que él recordará a su mujer cuando, por un lado, empiece a enquistarse en ella el rencor por lo ocurrido, y, por otro, superado el cabo de hornos de la crisis, la vida en común propicie de nuevo la intimidad. Lo ocurrido es que el marido ha tenido un despertar del apetito amoroso y el pobre ha pretendido saciarlo con una estadística (femenino de estadístico) más joven que él, sin por ello abandonar a su mujer.
Pero toda esa trama, cuya descripción podría haber consumido páginas y páginas, es resuelta enseguida, con mano maestra, dejando preparado el camino a la anécdota central.

Recuerdo un personaje presente en algunas películas de Pasolini, en particular en Teorema. Se trata de una especie de joven misterioso, puro e inocente y al tiempo atrevido, que se inmiscuye en la rutina de una rica familia burguesa, un ambiente en el que para el Pasolini de 1968, año de la película, se solazaban todos los males del alienante desarrollo capitalista. Todos los miembros de la familia se verán afectados por el paso del enigmático joven y gracias a él descubrirán una nueva vida, condenable desde el punto de vista de la moral dominante, pero mancha que limpia, vista desde el otro lado. La madre acabará en la cama con más de un joven, la hija, catatónica, el hijo pintor, y el padre regalando la fábrica de su propiedad a los trabajadores, antes de despojarse de sus vestidos y adentrarse en el desierto. la criada, por último, levita santificada por el joven ángel terrible.

En cuarenta años, la opción radical ha quedado reservada a personajes como el arrepentido pepero Marcos Benavent, neo hippie de diseño, tal vez sincero en su arrepentimiento y nueva vida, pero incapaz de renunciar a las marcas. Casi nadie se cae del caballo y se replantea su existencia, pocos son los que viven experiencias transpersonales decisivas, trascendentes. En consonancia con lo anterior, también el joven ángel terrible de Pasolini, actualizado a fecha de hoy, debía tener otra faz. La que le ha puesto McEwan no deja de ser irónicamente profunda, pues se trata de un joven testigo de Jehová, menor de edad por pocos meses, que se niega a recibir una transfusión de sangre en la que le va la vida. Fiona, que debe autorizar a que el hospital proceda a llevarla a cabo,  es profunda, sensata, madre sin hijos, pues ha sacrificado a la carrera esa querencia, elegante, culta, dotada para la música, pero es una mujer que en su vida apenas ha cometido locuras, apenas ha puesto en riesgo su bienestar. Sus únicas experiencias en el lado oscuro, consistieron en meras breves anécdotas juveniles en la penumbra, un fugaz noviazgo con un roquero y los gritos que pegaba al principio cuando hacía el amor con Jack, su futuro marido.

Pero lo cierto es que el caso del joven testigo de Jehová da la oportunidad a la juez de volver a vivir a sentir algo más que la comprometida rutina de su complicada profesión en la que a menudo está en juego la suerte de los momeros. Antes de decidir, Fiona adopta la insólita decisión de visitar  al joven hospitalizado. Durante la entrevista, los dos interpretan juntos una pieza musical en la que ella canta y él toca torpemente el violín, como los protagonistas de una antigua novela romántica. Los versos entonados (...In a field by the river my love and I did stand/ And on my leaning shoulder she laid her snow-white hand./ She bid me take life easy, as the grass grows on the weirs./ But I was young and foolish, and now am full of tears. Texto y traducción) se convierten en la columna sonora de su relación. El joven, sensible, inteligente, perseverante, atrevido,  hermoso como un personaje cernudiano, no deja de llamar la atención de Fiona, que mantiene con él una relación epistolar unidireccional y un fugaz e inolvidable brevísimo nuevo encuentro en el que se produce un "dulcísimo beso", apenas un roce. Adam le propondrá una especie de paideia heterosexual, le pedirá que sea su guía en el mundo laico de las ideas, querrá vivir a su servicio, en el mismo techo que  ella y su marido,  para aprender a vivir, acabr de descubrir lo que solo empieza a vislumbrar... Todo acaba de esas maneras:  la juez volverá a su vida cotidiana, a su bien ganada y remunerada zona de confort, al lecho conyugal compartido con su esposo, pero por un momento se habrá acercado a la verdad, habrá vuelto a vivir sin tantas protecciones, sin la armadura que le supone llevar una toga, la misma que le permite tutelar a los menores. En cuanto a Adam, mejor es callar.

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