“Mi ricordo delle lucciole, che non si vedono più” (Mastroianni, Marcello,
Mi ricordo, sı̀, io mi ricordo, Baldini & Castoldi, 1997).
“Me acuerdo de las luciérnagas, que ya no se ven” (Mastroianni, Marcello, Sí, ya me acuerdo, Ediciones B, 1977
Las luces de Hiramatsu Tsuneaki son algo así como el equivalente desneurotizado de los topos de Yayoi Kusama, enferma de lunares que si un día fueron promesa de libertad y fantasía se acabaron por convertir, cada vez más brutalizados, en metáfora de una enfermedad.
He aquí tres fotos de la exposición de Yayoi Kusama en el Centro reina Sofía en el verano de 2011:
Hiramatsu Tsuneaki (Okayama, Japón) junta varias fotos, alguna de ellas sometida a exposición prolongada, en una sola imagen, hasta conseguir los ambientes de las fotos que aparecen más abajo y que hacen pensar en que en el Sueño de una noche de verano había discotecas al aire libre en las que los duendes se la divertían hasta el amanecer.
Cuentan distintas tradiciones que si eres capaz de pillar a ciertos seres diminutos que viven en el bosque, dedicados, en particular, a la minería, están obligados a conducirte hasta donde guardan un tesoro. Una de esas tradiciones la recoge Carlo Levi en Cristo si è fermato a Eboli:
Hay que decir que las perrerías suelen ser molestas, pero intrascendentes, mejores, por ejemplo, que las picaduras de los mosquitos. Los monaquiquis hacen cosquillas mientras hablas con el jefe, te estiran de algún pelo sin llegar a arrancártelo, bajan o retuercen las sábanas a quien duerme, extravían las llaves que hace un momento estaban en el bolso, quitan la silla a quien se fue a Sevilla, y cosas así, que todo lo más pueden provocar una rotura de cadera o un cabreo monumental. A cambio, si los atrapas cogiéndoles del largo gorro rojo que no se quitan jamás, te llevan de la manita al tesoro, que a pesar de que no tiene más que céntimos tiene muchos y son de oro o de metales aun más nobles.
Las luces Hiramatsu Tsuneaki son parte de ese mismo tesoro, pero solo se dejan cogen por su cámara, porque cuando quieres pillarlas ya se han ido y te encuentras que, como el agua, cuanto más la aprietas, menos te hace caso. Son la vida misma, para qué nos vamos a engañar.
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