Las grandes novelas son como las estaciones o lo años, largos ejercicios espirituales, viajes en tren de una punta a otra del país interior que nunca acabamos de conocer. Los grandes cuentos son partes del día, ratos al sol, satisfactorias visitas a la nevera.
Hay novelas que fingen basarse en un detalle seminal. En Pastoral americana, Roth, otro permanente candidato al Nobel, quiere juega a hacer creer que todo el desarrollo posterior de la trama parte de un beso inoportuno del protagonista a su hija, una especie de versión femenina y degradada de Jesucristo. Pero es solo un ardid de escritor. En algunos cuentos de Munro un detalle consigue descubrirnos un universo oculto, un gesto esconde un drama o por lo menos, a través de él, la escritora consigue hacérnoslo creer. Su pericia está tanto en lo que dice como en lo que calla, su habilidad reside en saber elegir los ángulos, las tonalidades, una frase, un silencio, un movimiento durante un baño en un lago que da sentido a todo. Sí, ya sé que lo dicho vale para cualquier narración, pero en las más largas hay posibilidades de rescate, mientras que en las cortas todo pende de un toque, de un detalle.
Esa es la Munro que yo recuerdo, maestra a la hora de hacer pasar el mundo por el ojo de una cerradura, la que encontré en Secretos a voces y en Escapada.
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