lunes, 1 de octubre de 2012

Aldabas de Zaragoza (I). La calle Alfonso y la Plaza de España: A todo gas en la Plaza Sas

 

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De la importancia de la Calle Alfonso dan muestra los elaborados batientes de sus portales, ambiciosos en tamaño, con molduras y motivos cincelados. La calle que mejor permite acceder a la Plaza del Pilar no podía ser modesta y en sus aproximados quinientos metros de extensión se juntó un puñado de viviendas señoriales a las que la burguesía adinerada del momento se trasladó de buen grado. La homogeneidad de estilo dota al conjunto de cierto aire que lo distingue de casi todo el resto de la ciudad, como si reinara en esa calle un microclima arquitectónico y artesanal único. Mucha fachada decorada, mucho balcón, mucho portón de madera, de época unos cuantos, y otros tantos de imitación.

Destacan, además, las tiendas de los bajos. El gran comercio tradicional ha ido dejando paso a las cadenas de tiendas de alimentación y a los locales de ocio, pero permanecen, reconvertidas al gusto actual, las tiendas de ropa, con especial querencia por los trapos de celebración y ceremonia, casi siempre algo cursis, según mi austero parecer. Tampoco escasean los negocios de recuerdos, de baja y media gama, con todo tipo de imágenes de la Virgen. De plata, oro, barro, porcelana, madera, resinas varias, la Pilarica, tan ligada al agua, quizá de raíces melusinianas, no podía estar ausente en forma de estatuillas que cambian de color según la temperatura y la humedad ambiente.

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Del blanco al azul que anuncia lluvia, parece, por momentos, convertirse en un pequeño icono pop. Ocurre  hasta tal punto que resulta difícil reconocerla cuando se llega a su proximidad. Ningún efecto turifel (“…especie de descrédito que va minando irremediablemente la autoridad de la presencia física de determinados monumentos mundialmente famosos cuando esa presencia es, por así decirlo, desgastada por el precedente de una indiscretamente inmoderada anticipación de representaciones iconográficas”, Ferlosio dixit) empaña su visión. Demasiado pequeña, demasiado engalanada como para no sorprender cada vez que uno la ve. Tenia razón Manuel De Lope en Iberia. La imagen múltiple cuando comparaba a la basílica con una central nuclear, en la que capilla donde se aloja la imagen de la virgen sería el núcleo del reactor; los curas y personal del templo los ingenieros y personal de mantenimiento; y la zona de enfriamiento correspondería a las dos fuentes que hay en la plaza misma.

Viví en la Calle Alfonso los primeros años tras mi llegada a Zaragoza. Pagábamos 23.000 pesetas mensuales por un primer piso sin ascensor ni calefacción ni derecho a utilizar el cuarto de estar, la mejor estancia del piso, que daba a la plaza Sas, por un lado, y a Alfonso mismo, por el otro. El pasillo estaba lleno de armarios divididos en pequeños compartimentos, como si allí hubiera tenido la sede algún comercio de  objetos menudos. No nos servían para nada aquellos armarios, pero avivaron mucho nuestra imaginación, entre otras cosas porque no cerraban bien y daban un aire inquietante al pasillo. Mi suegra, un día que se despertó por la noche para ir al baño, quiso meterse, creo que por error, en uno de ellos. La dueña de la casa, que vivía en el principal, además de múltiples locales de tiendas, tenía una casa con calefacción y el doble de grande que la nuestra, pero se había reservado nuestro salón para guardar las piezas de menor fuste de su mobiliario. Nos lo dejó abierto, con la advertencia de que no era para usarlo. Alguna vez, me atreví a entrar. Por sigiloso que fueras y aunque dieras pasos de ballet, al andar todo vibraba y tintineaba algún cristal, como si estuviera pasando Nacho Duato en metro por debajo del edificio. Bajabas el picaporte con gélida manina -el pasillo, desde el que se accedía, era helador- y descubrías cosas mezclada, en ese desorden de trastero que solo entiende el propietario,  una vieja alfombra, algún mueble, telas, una decepción, en suma, para quien como yo esperaba encontrar el salón de la zarina. Creo que más que por el valor de lo que contenía, la dueña no nos dejaba usar ese cuarto por no tener que llevarse las cosas que no se decidía a tirar a la basura a otra parte.

La casa era fría, una de los pocos grandes edificios de Alfonso sin aldaba en el portón de entrada, pero la recuerdo con mucho gusto. El brasero del cuarto de estar sigue en mí como un locus amoenus lleno de eléctrica sensualidad, de flores carnales, y también recuerdo Siberia, que es como llamábamos al baño, un destierro que aumentaba en aprecio por la mesa camilla del cuarto de estar, que no salón.

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