En Cádiz, cuando llegaban los géneros de ultramar, los comerciantes se subían felices a las torres de sus casas a ver a los barcos acercarse por la bahía. Supongo que sus mujeres e hijos también se alegraban por las sorpresas que podían tocarles. La dicha que produce el objeto inesperado, insólito, capaz de colmar un deseo indefinido, pero que late a la espera de ser satisfecho, es enorme. Piedras preciosas, juguetes mágicos, mascotas parlanchinas, canicas que llevan dentro una tormenta tropical. Será que ya no soy niño ni tengo padre, pero me parece que hoy en día no queda casi nada de aquel sentimiento, a penas alguna rareza en forma de artesanía, o alguna pieza de diseño que se suele ir de precio. La globalización ha matado lo exótico. Quedan, eso sí, las rebajas, cuando el chollo aún es posible y con suerte puedes irte a casa con el calorcillo de bienestar que producen los objetos con halo, esos que gusta llevar puestos encima durante unos días. Quizá sea el móvil el último mohicano de la especie. Recientemente, me he pillado con la mano en el bolsillo agarrando uno que había cambiado poco antes, como si llevara guardada una estampa de san Cristobalón y fuera a atravesar la mareante Pasarela del voluntariado. De pequeño, recuerdo que vivía cada nueva adquisición doméstica con emoción. Cuando llegó la primera lavadora automática, me senté delante de ella y me vi el programa completo. Lo que más me gustó y me cortó el aliento fue el centrifugado, que debe de ser el equivalente de las escenas de cama en una película, un momento en el que el espectador deja de pensar y es todo ojos, pero poco raciocinio. Una cosa alienante, pan y circo, vamos.
Las únicas tiendas que siguen deslumbrándome como las antiguas tiendas de trenes eléctricos son las fruterías de lujo. Cerezas a 24 euros y del tamaño de un huevo de más de un pajarraco, bananas descomunales que se pueden guardar para la siguiente comida, unos melocotones que yo no me atrevería ni a pelar, y melones que si te caen en un pie te lo averían, amén de frutas tropicales, ajos del color violáceo del pelo de algunas ancianas y patatas con cutis de sueca, mandarinas que te provocan pesadillas al pensar en cómo deben ser las naranjas. Tanto me impresionan estos sitios que, aunque un cuarto de quilo me lo podría permitir, nunca he comprado nada, porque, además de lo tacaño que soy, me da reparo entrar y pedir una manzana. Y es que llevarme un quilo me horroriza, porque en el fondo siento que hay algo imposible de creer en una compra al peso de lo excepcional. Esta frutería de la foto carece de puerta, como si el frío o el calor no le afectara, como si su género fuera tan especial que no estuviera sujeto a las inclemencias de esta ciudad, ciudad inclemente donde las haya.
Jajajajaja, lo de verte el programa completo de la lavadora es de matrícula ;-)
ResponderEliminarA mí me encanta ir al Rastro, o a tiendas de segunda mano y rebuscar entre lo que ya no quieren los otros. Siempre hay joyas sin valor con un valor incalculable para mí...
Por cierto... ¿es que esa fruta es para comerla? Da pena, ¿no?
Besos nube.
Lo cierto es que queremos por persona interpuesta, sobre todo a edades tempranas. Nos gusta aquello que aprecian aquellos que queremos. Imagino que mi madre me transmitió la alegría de haberse automatizado y de ahí mi interés por las vueltas y revueltas del tambor. Bueno, en realidad hay más cosas detrás, pero esas son ya algo intrincadas.
ResponderEliminarDe todos modos, el ritmo, la regularidad, el ojo de buey de la puerta de la lavadora, todo tiene algo entre mágico y uterino.
Gracias por los comentarios. Resultan muy gratos.
Javier