A partir de principios de los 50 Roma había empezado a ser conocida como Hollywood on the Tiber. En el ámbito de una política proteccionista, las grandes productoras americanas se vieron obligadas por ley a invertir en suelo italiano las ganancias allí obtenidas, lo cual condujo a un gran desarrollo de la industria, basado en particular en las películas de género, las de romanos y las del oeste concretamente. El rodaje de Ben Hur costó en 1958 la increíble cifra de 15 millones de dólares y para las famosas carreras de bigas se importaron de Yugoslavia 120 caballos. Películas como Ben Hur supusieron una inmejorable publicidad para la ciudad, esa Roma que en 1953 había aparecido en Vacaciones en Roma, de W. Wyler, con G. Peck y A. Hepburn, cuyas imágenes sirvieron de inmejorable promoción turística para la ciudad. La bicicleta de las primeras pelis neorrealistas había sido sustituida por la motocicleta como medio de locomoción privilegiado para los desplazamientos urbanos.
Audrey Hepburn Foto di Rino Barillari
Muy a menudo, la Roma de las pelis de romanos era una Roma falsificada en escenarios de cartón piedra, como lo era también la historia que servía de fondo a los argumentos. C. Augias señala cómo F. di Biagi en su libro sobre Cinecittà hace notar que en Gladiadores (D. Daves, 1954) se llegó a cometer una falsificación tan grotesta que seguramente fue hecha aposta. Entre las esculturas que adornan el Coliseo figura una réplica del David de Miguel Ángel, ese patán colosal (J. Addington Sysmond) o mozo de mercado (Théophile Gautier).
(Augias, Corrado, I segreti di Roma, Milano, Oscar Mondadori, 2007. , p., 190. La primera edición es de 2005. Un excelente libro, fruto de las pesquisas y los recuerdos de C. Augias, para hacer turismo cultural en Roma)
Esa Roma cinematográfica fue un trampolín para la mundanidad de las fiestas con piscina, las borracheras, los excesos en los hoteles de Via Veneto. Claro, que la mayoría de los romanos vivía aún en medio de los últimos coletazos de la penuria provocada por la gran guerra. En los años de la recostrucción, los turistas americanos son, a menudo, presentados como candidatos al timo. Como señala G. P. Brunetta (Cent´anni di cinema italiano, 2. dal 1945 ai giorni nistri, Laterza, 2004, p. 44). Si en Guardie e ladri (Steno, Monicelli, 1951), Totó vende la Fontana di Trevi, otros no se cortan un pelo: “Le he vendido el Coliseo por 5000 dólares”, “Yo vendo las cosas de casa, el Golfo de Nápoles, la Torre de Pisa” (L´eroe della strada, C. Borghesio, 1958). La escena inicial de Guardie e ladri da idea, en clave satírica, de lo que un americano listillo podía encontrarse en la ciudad:
Augias describe así el cambio de costumbres que fue produciéndose con el paso de los años y el desarrollo capitalista:
Pero, como señala acertadamente Gian Piero Brunetta (ibid, p., 107-108), la estrecha relación entre Hollywood y Cinecittà, los grandes estudios cinematográficos romanos, no es solo de colonización, sino de intercambio de energías estelares:
Pero la americanización, tan evidente en el aparato propagandístico y en la presión sobre el imaginario popular para que se confundan las tramas de la ficción cinematográfica con las de la vida privada de las estrellas, sostiene Brunetta, no es tan marcada en los procesos narrativos, productivos y estilísticos.
La sabia local se las ingenia para demostrar hasta qué punto era posible romper las cadenas del colonialismo a través de un grupo de forzudos gracias a los cuales fue vencido el público de medio mundo:
Y es que no solo de superproducciones vivía la gente del cine. Si la Cleopatra de Mankiewicz (1963) costó más de cincuenta mil millones de liras, Las legiones de Cleopatra (Cottafavi, 1961), digno producto local, no costaron más de mil millones (cfr. Brunetta, opus cit., p., 156)
(El segundo volumen de Cent´anni di cinema taliano, Laterza, Terza edizione, 2008, en el que G. P. Brunetta ofrece una interpretación contextualizada históricamente del cine italiano, desde sus orígenes hasta casi nuestros días)
Bastaba que el cine hiciera disfrutar para que tuviera éxito y da la sensación de que durante muchos años los lectores de las expectativas del gran público, con pocos o muchos medios, supieron ofrecer lo que éste deseaba soñar despierto en la penumbra y sentado en una butaca, protagonista y comparsa de una ceremonia en la que lo individual y lo colectivo se fundían y potenciaban al tiempo durante alrededor de hora y media.
El gran Visconti, ya en 1951, había hecho un retrato de todas las necesidades e ilusiones que se podían proyectar, con cordura o sin ella, en el cine:
Fellini acabaría retratando en La dolce vita (1960) las grietas de ese desarrollo capitalista, el reflujo melancólico que producía, lo que antes se llamaba alienación, a través de estupendas imágenes alegóricas dispuestas como un menú degustación, largo y estrecho, con lo peor y algo de lo mejor de aquellos años.
En esa Roma es en la que Ballerini se moverá como pez encantado de pescar –y, a veces, ser pescado por colegas de más edad de los que se llevó algún pescozón- en las orillas de Tiber y esa Roma es la que retrata en sus instantáneas. "When I arrived in Rome in the early '60s, it really seemed like America to me, it was crazy."
Ursula Endress Via Borgognona, Roma.
Entre los muchos de personajes de aquellos años que estuvieron vinculados a Roma, hay una actriz que brilla en todos los sentidos. La estela que ha dejado a través de sus películas y de su peripecia vital aún despierta curiosidad. Me refiero Ingrid Bergman y a su vida en Italia…
Continuará
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